31 de octubre de 2009

Venimos a tu presencia

Salmo 23, 1-2. 3-4ab. 5-6
Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.

El salmo de hoy nos habla de la gente buscadora de Dios. En el mundo son muchas las personas que abrigan el deseo de encontrarlo y de ver su rostro. Los mueve el hambre de eternidad que llevan inscrita en su interior.

¿Cómo descubrimos a Dios? Para muchos, la contemplación de la naturaleza y su hermosura ya es una evidencia de Dios. Alguien ha tenido que crear este universo, los mares, los montes. Más aún: Alguien ha tenido que crear a los seres vivos, y al mismo ser humano.

Sin embargo, también son muchas las personas que no ven en la realidad un signo de la presencia de Dios. Las tendencias ateas o materialistas son poderosas y quisieran borrar todo rastro de divinidad en el mundo.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede contemplarlo y estar ante Él? El salmista responde: «el hombre de manos inocentes y puro de corazón». Jesús dirá, en el sermón de la montaña: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

¿Quiénes son los limpios de corazón? Aquellos que están libres de prejuicios y, como los niños, son capaces de creer y admirarse. Los que tienen la mente y el alma abiertas, listas para aprender, despiertas para percibir los signos. Esta es la pureza que nos permite descubrir a Dios, no sólo en las maravillas de la naturaleza, sino en Cristo, en la Iglesia y en los demás.

San Juan en una de sus epístolas dice que a Dios jamás nadie le vio, pero que Jesús, su Hijo, lo manifiesta y que, quien le ve a él, ve a Dios. Muchas personas son reticentes y el Cristianismo ha sufrido y sufre rechazo justamente por esto. ¿Cómo es posible ver a Dios en una figura humana, por excelente que ésta sea? Por esto lo rechazaron los judíos y por esto mucha gente, hoy, se aleja de la Iglesia. Creen en Dios, pero no en su Hijo, hecho hombre. Creen en cierta idea de la divinidad, pero no en un Dios personal, cercano, dialogante y amante.

Los antiguos hebreos ya creían en el Dios personal. Por eso se dirigen a Él y le hablan: «Venimos a tu presencia», porque saben que escucha y les dará una respuesta. Nuestra religión es la fe del ser humano que se comunica con Dios.

24 de octubre de 2009

El Señor ha estado grande

Salmo responsorial (Sal 125)

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

Hoy nos encontramos con un salmo exultante, gozoso, agradecido. Es el cántico del pueblo —de la persona— que se siente amado por Dios y ve cómo Él ha intervenido en su vida.

Las imágenes del salmo son hermosas. Los torrentes del Negueb, como todo arroyo que corre por el desierto, pueden pasar meses de sequía, con sus cauces arenosos y estériles. Y, cuando llegan las lluvias, en cambio, bajan caudalosos. Dios es esa lluvia que transforma nuestras vidas.

Otra imagen del salmo nos recuerda aquel evangelio del sembrador. Dice el salmista: “al ir, iba llorando, llevando la semilla”. Sembrar es trabajo duro e incierto. ¿Crecerá una buena cosecha? Esto mismo podemos preguntarnos nosotros, los cristianos de hoy, cuando nos afanamos en nuestras tareas pastorales, colaborando en parroquias o movimientos. ¿Dará fruto todo nuestro esfuerzo? Tal vez el panorama que vemos nos desanime y nos haga llorar. Pero pongamos todo nuestro afán, nuestro trabajo, nuestros anhelos, en manos de Dios. El labrador hace su trabajo, pero el cielo también hace su parte. Es Dios quien, finalmente, hará florecer nuestros esfuerzos. Y entonces, llegará el día en que alguien, quizás no la misma persona que sembró, recogerá las espigas con alborozo.

La persona que reconoce todo cuanto hace Dios en su vida se ve colmada de gratitud. Y del agradecimiento brota la alegría. Es una alegría que hasta los no creyentes pueden advertir e incluso admirar: «Hasta los gentiles decían...» Podríamos decir que una persona alegre es una persona agradecida. Se sabe pequeña y limitada, y sabe reconocer las cosas grandes que Dios ha hecho por ella. Por eso, se siente pobre y rica a la vez. Pobre en sus propias fuerzas; rica en dones recibidos. Esta humildad, lejos de encogerla y de oprimirla, ensancha el corazón, ilumina el rostro y abre la boca para entonar una alabanza.

16 de octubre de 2009

Que tu misericordia venga sobre nosotros

Salmo 32, 4-5. 18-19. 20 y 22

Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

Que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.

Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

Este domingo nos encontramos con otro salmo de súplica esperanzada. Al tiempo que rogamos a Dios que tenga misericordia, cantamos las bondades que disfrutan aquellos que confían en el Señor: sus vidas serán libradas de la muerte, serán reanimados en tiempos de hambre; Dios será su auxilio y su escudo…

Podemos leer literalmente el salmo y reconocer que, realmente, Dios cuida de nosotros, nos protege y no deja que nunca nos falte lo más necesario. Pero, además de defendernos de todo mal, como rezamos en el Padrenuestro, Dios nos da algo más.

Nos da la vida, y no una vida cualquiera, sino una vida eterna, que ya en la tierra comienza a ser plena e intensa, llena de sentido.

Sacia nuestra hambre, no de comida, sino de infinito, de amor sin límites, de aquello que nada humano puede satisfacer. Dios es el único que puede cubrir ese abismo sediento que es nuestra alma.

Cuando flaqueamos, abrumados por dificultades materiales o por problemas que afectan nuestro estado anímico, él también nos reconforta. No hay mejor psiquiatra que Dios, que nos cura con su amor y nos da la paz de su regazo.

Y con esta imagen guerrera, el salmista concluye: Dios es nuestro auxilio y nuestro escudo. Agarrándonos a él, no nos hundiremos, y nadie podrá hacernos daño. Al menos, no podrá matar lo más valioso que tenemos: nuestro espíritu y nuestra libertad, confiadas en Sus manos.

Esta frase tan recurrente en los salmos también deberíamos meditarla: “la misericordia del Señor llena toda la tierra”. Esto quiere decir que nunca confiaremos lo bastante en Él: siempre nos da más. Su amor es inagotable, no se acaba, no se cansa, no se restringe. Jamás nos faltará, si se lo pedimos. Misericordia es una palabra latina que traduce una expresión hebrea muy tierna: se refiere al amor entrañable que siente una madre contemplando a sus retoños. Significa que el corazón de Dios se conmueve: nada de lo que nos sucede le es indiferente. ¡Hablémosle con sinceridad!

10 de octubre de 2009

Sácianos de tu amor

Salmo 89, 12-13. 14-15. 16-17

Sácianos de tu misericordia, Señor. Y toda nuestra vida será alegría.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Sé paciente con tus siervos.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas.

Que tus siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.


Este es un salmo de petición cuyos versos destilan esperanza. No es un ruego desesperado, sino una súplica confiada e incluso gozosa. Es la plegaria de aquel que ya ha gustado la bondad de Dios, que la conoce, que la ha experimentado, y la desea para todos los días de su vida.

Sácianos de tu misericordia, insiste la canción. Algunas versiones dicen: “que tu amor no deje de saciarnos”. Es una frase que describe con honda sencillez el anhelo más genuino latente en el corazón humano. Nuestros deseos son infinitos y hay una sola persona que pueda saciarlos: Dios. Su misericordia equivale a su amor, a su generosidad, a su paciencia. Es la actitud del padre amoroso hacia sus hijos. Lo que el poeta le pide a Dios, en realidad, es lo que ya sabe que recibirá.

Hay también en esta súplica una gran dosis de realismo. Por un lado, pedimos a Dios que nos enseñe a contar nuestros días. Se trata de aprender a ser conscientes del paso del tiempo, de la importancia de administrar ese tesoro que es nuestra vida temporal para así aprovecharla y dedicarla a aquello que vale la pena. Esto nos confiere la sabiduría del corazón.

También le pedimos días de alegría, que contrapesen los días de penas y dolor, ¡esto es tan humano! Y es lícito pedirlo, pues, ¿acaso podemos pensar que Dios no quiere darnos alegría y cosas buenas? En todo caso, los sufrimientos, vividos con serenidad, nos pueden enseñar el camino hacia una vida mejor, más profundamente alegre y plena.

Finalmente, pedimos a Dios que haga prósperas las obras de nuestras manos. ¡Qué bella petición! Es, en realidad, una ofrenda. Cuando ofrecemos todo cuanto hacemos a Dios, desprovistos de otro interés que no sea agradarle y trabajar de la mejor manera posible, él puede hacer milagros. La prosperidad y la eficacia de nuestras acciones puede depender en gran medida de nuestro esfuerzo, cierto. Pero los creyentes no hemos de olvidar que contamos con Alguien más, que enderezará lo que ande torcido y que hará brillar y fructificar nuestro trabajo.

3 de octubre de 2009

Salmo 127 - Dichoso el que teme al Señor

Salmo responsorial Sal 127, 1-2.3. 4-5. 6
Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.
Que veas a los hijos de tus hijos. ¡Paz a Israel!

Este es un salmo de alabanza. Hay en él una loanza doble: a Dios, que reparte sus bendiciones y que vela por nosotros “todos los días de nuestra vida”, y al justo que sigue los caminos del Señor. A través de imágenes sencillas y expresivas, el salmista nos muestra qué dones recibe el que “teme al Señor”. Son aquellos que todo hombre de aquella época podría considerar los mayores bienes: una esposa fecunda, un hogar próspero, hijos sanos y hermosos, salud y una descendencia numerosa. Hoy, tantos siglos después, también podríamos decir que este es el sueño de la mayoría de las personas: formar una familia, gozar de bienestar económico, y vivir una vida larga y pacífica, junto a los seres queridos.

Pero, ¿quién puede conseguir esta felicidad? ¿Quién es el que teme al Señor y sigue sus caminos? En lenguaje de hoy, no podemos comprender que debamos tener miedo de un Dios que es amor. Pero esa falta de temor tampoco nos ha de llevar al olvido y al descuido. Dios nos ama, pero también nos enseña. Nos muestra, a través de la Iglesia y especialmente a través de su Hijo, Jesús, cuál es el camino para alcanzar una vida digna, llena de bondad. Lo que hemos de temer es olvidarnos de él, ignorarlo, vivir a sus espaldas. ¡Ay de nosotros si apartamos a Dios de nuestra vida! Caeremos en la oscuridad y en el desconcierto, y comenzaremos a vagar a la deriva. Perderemos la paz, la armonía familiar, y hasta los bienes materiales, tarde o temprano.

Los antiguos ya indagaron sobre qué debía hacer el hombre que buscaba una vida sana, dichosa y en paz. Los filósofos clásicos llegaron a la conclusión de que ésta se podía alcanzar mediante la honradez y la práctica de las virtudes. También los israelitas creían que mediante el culto a Dios y el cumplimiento de sus mandatos, que no dejan de ser prácticas cívicas y virtuosas, podrían conseguirla. Los cristianos, hoy, tenemos un camino aún más claro y directo: Jesús. Ya no se trata de aprender leyes o de leer muchos libros, sino de conocer, amar e imitar al que amó generosamente, hasta el extremo, y aprender a amar como él lo hizo. Ese es nuestro auténtico camino.

Por eso este salmo, además de alabanza, es un recordatorio. Dios cuida de nosotros siempre, cada día que pasa. Y nos muestra el camino hacia la “vida buena”, la que todos anhelamos en lo más profundo de nuestro ser, la que merece ser vivida.