29 de mayo de 2010

Qué admirable es tu nombre en toda la tierra

Salmo 8

Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos; la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él; el ser humano, para darle poder?

Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos.

Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar, que trazan sendas por el mar.

Este salmo refleja de manera poética y clarísima uno de los núcleos de nuestra fe cristiana. Si Dios es Creador y está por encima de su creación, el hombre es el centro de esta. El universo como jardín donde crece el ser humano es una idea que se plasma en el Génesis y recorre todas las sagradas escrituras. La creación es hermosa, pero el hombre aún lo es más. A imagen y semejanza de su Creador, es “coronado de gloria y dignidad”, apenas inferior a los ángeles. Es la criatura predilecta, y el mundo se le somete: “le diste el mando”, le diste “poder”.

De esta convicción nace el humanismo y de aquí también surge la idea de desarrollo y la ciencia, como formas de dominio de la naturaleza. Nuestra cultura occidental, con sus logros y sus errores, se fundamenta en esta creencia.

Pero en los últimos siglos hemos visto como el centralismo del hombre y su poder sobre el mundo lo han llevado a cometer toda clase de excesos y dislates. Las guerras y los abusos contra el medio ambiente demuestran que el ser humano no siempre ha sabido utilizar bien ese poder tan grande que le ha sido dado. La corriente de pensamiento ecologista, unida a otros movimientos filosóficos y políticos de hoy, arremete contra esta idea de la centralidad del hombre y rechaza su preeminencia sobre la Creación. La Tierra, como ente vivo, gana protagonismo y llega a convertirse, no sólo en el elemento central de la fe ecologista, sino en la misma divinidad.

La fe cristiana puede arrojar luz en esta disyuntiva: ¿el hombre o la tierra? ¿El progreso humano o el planeta? El dilema no debería ser tal. Cuando el hombre esté bien, consigo mismo, con sus semejantes y con Dios, respetará el medio en que vive y sabrá valorar y cuidar de la naturaleza que le alimenta y le proporciona un espacio donde vivir y gozar. Como señala el Papa Benedicto en su encíclica Caritas in Veritate, «es necesario que exista una especie de ecología del hombre bien entendida. Cuando se respeta la “ecología humana” también la ecología ambiental se beneficia». Y también afirma: «Es contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más importante que la persona humana misma. Esta postura conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista». «El creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades. Si se desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella». (Caritas in Veritate, cap. 48)

Si deseamos proteger el medio ambiente, cuidemos de la dignidad del hombre. Si queremos que la “casa” esté limpia, hermosa y bien cuidada, preocupémonos antes por sus habitantes.

21 de mayo de 2010

Envía tu Espíritu, Señor...

Salmo 103

Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas.


Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.

Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor.

El Salmo 103 es un cántico gozoso de adoración: el hombre reconoce la grandeza de Dios y prorrumpe en alabanzas hacia él.

No sólo se trata de un sentimiento de admiración ante la belleza de lo creado —“la tierra está llena de tus criaturas”—, sino de algo más profundo. El poeta que entona estos versos descubre que el simple hecho de que algo exista es un milagro, y que toda criatura, todo ser vivo, el universo entero, aún siendo admirables no serían nada si Alguien no los sostuviera en su existencia.

“Les retiras el aliento y expiran y vuelven a ser polvo”. El aliento de Dios se identifica con la vida que anima la materia. Detrás de toda forma viva aletea ese Espíritu, que ya preexistía y flotaba, según dice el Génesis, sobre las aguas primigenias.

Por supuesto, estas imágenes son simbólicas, pero tienen un significado más hondo que el mero mito creacionista. Este salmo, como el libro del Génesis, nos habla de un Dios que es Creador, cuya energía enciende la llama de la vida y que se despliega en una creación maravillosa, de la cual el ser humano forma parte central.

Porque el ser humano, a diferencia de las otras criaturas, no sólo existe y vive, sino que puede conocer a su Creador y disfrutar de su obra. Puede, incluso, imitarlo, jugando a crear y elaborando sus pequeñas obras de arte. Este verso del salmo recuerda el gozo del artista que acaba su obra y la ofrece a Aquel que lo hizo y le dio la capacidad creativa: “Que le sea agradable mi poema”.
Un teólogo dijo que el Espíritu Santo es el Señor de la Belleza. En su mensaje a los artistas, los dos últimos Papas nos han recordado que a través del lenguaje artístico se manifiesta el Espíritu de Dios. La belleza, efectivamente, nos habla de una mano creadora y del amor con que esa obra fue concebida.

Hoy, día de Pentecostés, puede ser una buena ocasión para reflexionar y ver de qué manera podemos esparcir belleza —auténtica y buena— a nuestro alrededor.

15 de mayo de 2010

Dios es el rey del mundo

Salmo 46
Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad.

Porque Dios es el rey del mundo; tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

El salmo de hoy acompaña las lecturas de la Ascensión de Jesús como una sinfonía triunfal y exultante. Es un salmo con tintes épicos, teñido también de gozo. Sus versos desprenden luz y alegría: la exaltación de ánimo de aquel que “ve”, reconoce y aclama la grandeza de Dios.

Qué fácil es admirarse ante la belleza del mundo, ante la grandiosidad de un paisaje o ante las maravillas del universo. Para muchos, agnósticos o escépticos, todo es fruto del azar. La realidad puede ser hermosa o terrible, pero siempre es desconcertante y desborda la capacidad de comprensión. Los interrogantes quedan no hallan respuesta. Ante la falta de una explicación que dé sentido a todo cuanto existe, el corazón enmudece.

Pero quien sabe ver detrás de toda esta belleza la mano de un Dios Creador, prorrumpe en exclamaciones como las de este salmo. La música es el mejor vehículo para transmitir lo que parece inefable: “batid palmas, tocad, tocad para nuestro rey”. La admiración y la alabanza impulsan la creatividad humana. El hombre se anima a imitar a Dios entonando un cántico, plasmando una imagen, modelando una escultura o danzando con su cuerpo. Toda manifestación de arte, en cierto modo, es un destello de la divinidad que alienta en cada ser humano.

Aún hay más. El salmo llama a Dios “rey”. El pueblo judío vivió muchos años sin monarquía, y sus profetas —Samuel— se resistieron a vivir bajo el yugo de un rey. En su fe, únicamente Dios merece el título y el honor de un soberano. Así ha sido también para los santos, que no han postrado su rodilla ante ningún poder temporal, solo ante Dios. Esta convicción tiene consecuencias profundas. Adorar solo a Dios, que es amor y que desea nuestra plenitud, significa liberarse de muchos temores, condicionantes y “respetos humanos”, que a menudo nos esclavizan y empequeñecen nuestro espíritu. Las monarquías y los poderes humanos suelen someter a las personas; debemos “amoldarnos” para encajar en una sociedad y ser aceptados y aplaudidos. O bien hemos de someternos a sus leyes, más o menos justas, porque así lo han decretado quienes detentan el poder. Quizás para algunos, que adoptan el pensamiento freudiano, “matar a Dios” significa la liberación del hombre. Tal vez se han forjado una imagen muy errada de Dios, u olvidan que cuando Dios es apartado del mundo y el ser humano ocupa su lugar comienza una esclavitud terrible y a menudo arbitraria. El gran tirano del hombre es el mismo hombre. En cambio, cuando Dios es rey, el hombre alcanza su libertad.

8 de mayo de 2010

El Señor ilumine su rostro sobre nosotros

Salmo 66

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.


En un mundo hipercomunicado, como este en que vivimos, parece que una de las formas preferidas de diálogo es la crítica, el comadreo y sacar a relucir las miserias y “trapos sucios” de los demás. En las calles, en las comunidades vecinales y parroquiales, entre amigos, en los platós de televisión… en todas partes reinan los murmullos y las acusaciones. El mal-decir se ha convertido en un hábito fuertemente arraigado.

Y el salmo de hoy, justamente, nos habla de todo lo contrario. El salmo nos habla del bien-decir: de la alabanza, la bendición. Y muy especialmente de la bendición de Dios.

Mal hablar de alguien implica sospecha, desconfianza, incluso celos y odio. ¡Actitudes demasiado frecuentes! En cambio, la bendición presupone un proceso interior de despertar y agradecimiento. Podemos alabar algo o a alguien cuando somos conscientes de su belleza y su bondad, del bien que nos proporciona, de la verdad que nos transmite. Muchas veces nuestra alma está embotada y nuestra mente aturdida bajo montañas de basura informativa y sentimientos mezquinos. Necesitamos hacer limpieza interior. Bendecir nos puede ayudar. Quizás nos cueste “sentir” esa gratitud, ese gozo que empujó al poeta a escribir salmos tan bellos. Pero las mismas palabras de loanza, en nuestros labios, podrán operar un cambio en nuestro corazón. Una bendición también puede limpiarnos el espíritu.

Y, ¡qué poco se bendice hoy a Dios! Son tantas las personas que lo niegan, o lo desafían, lanzando hacia él las culpas de las responsabilidades humanas… Cuántas veces los seres humanos nos comportamos como niños inmaduros, y no queremos asumir el peso de nuestras decisiones. Nos aferramos a nuestros éxitos y sacudimos los fracasos encima de los otros, o encima de Dios. El salmista nos recuerda que Dios es justo y bueno, y que seguir su ley comporta salvación: es decir, paz y concordia para los pueblos.

Por eso, recitemos despacio y siendo muy conscientes los versos de este salmo, que nos habla de la alegría y la belleza de Dios. Su amor se derrama sobre el mundo y palpita en nuestra misma existencia. Vivamos estas palabras y convirtamos nuestra vida en otro himno de alabanza.

Piedad, oh Dios, hemos pecado