29 de diciembre de 2012

Dichoso el que teme al Señor


Salmo 127, 1-2.3. 4-5. 6

Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.

Este es un salmo de alabanza. Hay en él una loanza doble: a Dios, que reparte sus bendiciones y que vela por nosotros «todos los días de nuestra vida», y al justo que sigue los caminos del Señor. A través de imágenes sencillas y expresivas, el salmista nos muestra qué dones recibe el que «teme al Señor»: son aquellos que todo hombre de aquella época podría considerar los mayores bienes: una esposa fecunda, un hogar próspero, hijos sanos y hermosos, salud y una descendencia numerosa. Hoy, tantos siglos después, también podríamos decir que este es el sueño de muchísimas personas: formar una familia, gozar de bienestar económico, y vivir una vida larga y pacífica junto a los seres queridos.

Pero, ¿quién puede conseguir esta felicidad? ¿Quién es el que teme al Señor y sigue sus caminos? En lenguaje de hoy, no podemos comprender que haya que tener miedo de un Dios que es amor. Pero esa falta de temor tampoco nos ha de llevar al olvido y al descuido. Dios nos ama, pero también nos enseña. Nos muestra, a través de la Iglesia y especialmente a través de su Hijo, Jesús, cuál es el camino para alcanzar una vida digna, llena de bondad. Lo que hemos de temer es olvidarnos de él, ignorarlo, vivir a sus espaldas. ¡Ay de nosotros si apartamos a Dios de nuestra vida! Caeremos en la oscuridad y en el desconcierto, y comenzaremos a vagar a la deriva. Perderemos la paz, la armonía familiar y hasta los bienes materiales, tarde o temprano.

Los antiguos ya indagaron sobre qué debía hacer el hombre que buscaba una vida sana, dichosa y en paz. Muchos filósofos clásicos llegaron a la conclusión de que se podía alcanzar mediante la honradez y la práctica de las virtudes. También los israelitas creían que mediante el culto a Dios y el cumplimiento de sus mandatos, que no dejan de ser prácticas cívicas y virtuosas, podrían alcanzarla. Los cristianos, hoy, tenemos un camino aún más claro y directo: Jesús. Ya no se trata de aprender leyes o de leer muchos libros, sino de conocer, amar e imitar al que amó generosamente, hasta el extremo, y aprender a amar como él lo hizo: entregándose. Ese es nuestro auténtico camino.

Por eso este salmo, además de alabanza, es un recordatorio. Dios cuida de nosotros siempre, cada día que pasa. Y nos muestra el camino hacia la «vida buena», la que todos anhelamos en lo más profundo de nuestro ser, la que merece ser vivida.

22 de diciembre de 2012

Danos vida para que invoquemos tu nombre

Salmo 79

Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos.

Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que tú hiciste vigorosa.

Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre.


En consonancia con las lecturas de hoy, pre-navideñas, el salmo que leemos nos habla de Dios como Señor de la vida. Su poder resplandece: la Creación entera, el universo, el mundo, habla de su grandeza. Los ángeles le sirven.

De su contexto cultural y literario, los salmistas a menudo tomaron imágenes bélicas para describir a Dios —Dios de los ejércitos— o bien de la vida agrícola que conocían —el señor que planta una viña y la cultiva con amor―. Con estos símiles están expresando, por un lado, que Dios no es ajeno a la vida y a la naturaleza, que son creación suya y que las sostiene y alienta. Por otro, también nos señala que Creador y obra no son una misma cosa. Dios es el Señor de la naturaleza, pero también el Señor de la historia. Por eso cuida de lo que ha creado y ninguna realidad del universo palpable le es indiferente. Su mano creadora también es restauradora y protectora.

Pero la fe hebrea ya atisba esa centralidad humana que recoge el Cristianismo. El hombre es su “escogido”, el que fortaleció. El hombre es la criatura semejante a su Creador, que puede hablar con él, imitarle con su impulso re-creador, ayudarle a completar su obra. Es la criatura que, por encima de todo, puede amarle y también sentirse amada por Él.

«No nos alejaremos de ti: danos vida», rezan los versos del salmo. Así es. Más allá de la vida biológica, Dios nos ha dado esa otra vida plena, de la que somos conscientes y que todos en el fondo anhelamos. Esa vida que nos rescata del sinsentido y del miedo, que da un significado a nuestra existencia, la podemos encontrar cuando nos acercamos libre y voluntariamente a Dios. Más aún, cuando le abrazamos y nos aferramos a Él. Acogerle es nuestra Navidad. Invocarle es ya una manera de invitarle y hacerle presente en nosotros.

15 de diciembre de 2012

Gritad jubilosos


Isaías 12, 2-3

Gritad jubilosos: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel».

El Señor es mi Dios y salvador: confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.

Dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es excelso.

Tañed para el Señor, que hizo proezas, anunciadlas a toda la tierra; gritad jubilosos, habitantes de Sión: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel».


Esta semana leemos un himno del libro del profeta Isaías. Este profeta escribió en tiempos difíciles para el pueblo de Israel, ante la presión de la invasión asiria que amenazaba con engullir el reino. Es en estos tiempos difíciles cuando la voz de los profetas resuena con rotundidad: por una parte, describe con lucidez la situación e interpreta los hechos a la luz de Dios, dándoles un sentido; por otra, Isaías, como hicieron otros profetas, quiere transmitir un mensaje de esperanza al pueblo atemorizado.

La esperanza, en Isaías, se cifra en el futuro. Pese a las guerras y las invasiones, Dios sigue siendo el Señor de la historia y protegerá a los suyos. Hará justicia y su pueblo podrá alegrarse. El salmo canta ya en presente la alegría del pueblo liberado. Desde una mentalidad racionalista podríamos tachar estos versos de ilusos, o bien de una maniobra mental para zafarse de las penurias del presente, un mero consuelo. En cambio, un terapeuta neurolingüístico nos diría que hablar del bien que deseamos en presente es dar un paso hacia esta realidad, es anticipar lo que deseamos y comenzar a construir ese futuro mejor.

Pero desde una óptica cristiana, el futuro hermoso que el profeta canta ya se ha hecho realidad. Podemos preguntarnos: ¿cómo, si el mundo sigue sacudido por guerras, crisis y pesares? Miramos alrededor y la angustia nos invade. ¿Dónde está la salvación de Dios? ¿Dónde está el gozo, dónde la alegría?

Si no sabemos verla, es porque nos falta limpieza y profundidad en la mirada. Nos falta oración, nos falta vida interior. Desde el momento en que Dios vino a la tierra, hecho niño, hecho de la misma pasta humana que todos nosotros, esa fuente de salvación ya ha brotado y sigue fluyendo, para saciar nuestra sed de vida plena, para alimentarnos y darnos fuerzas. Por eso la Navidad que llega es motivo de fiesta. Pero es también motivo de fiesta saber que cada día, si queremos, podemos acudir a esa “eterna fonte escondida”, como diría San Juan de la Cruz, escondida en el sagrario, en nuestras capillas e iglesias, y saciarnos de ella. Jesús vino para quedarse con nosotros, ¡y lo tenemos tan cerca! No solo en nuestro corazón, no solo en nuestro cuerpo cuando comulgamos, sino también en el prójimo cercano, en aquellos que nos rodean, y muy especialmente quizás en los que menos pensamos: en los pobres.

1 de diciembre de 2012

A ti levanto mi alma

Salmo 24

A ti, Señor, levanto mi alma.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.

Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza.


La analogía de la vida humana con un camino es muy propia de nuestra cultura occidental y, en concreto, de la fe cristiana. La vida es un trayecto que a veces resulta placentero y otras se convierte en un sendero escarpado y lleno de dificultades. En todo camino hay un inicio y una meta, un fin. Sabemos que echamos a andar cuando somos engendrados y, para los creyentes, la meta es regresar a los brazos de nuestro Creador. Pero, durante el recorrido, que puede ser muy largo y azaroso, necesitamos referencias y orientación.

Dios se convierte en guía, siguiendo la tradición de la fe hebrea, que ve a Dios como pastor de su pueblo. No es un dios lejano e indiferente, a quien nada le importen sus criaturas. No nos abandona, perdidos en el vasto mundo. Pero, por otra parte, también es cierto que no todos querrán seguir sus indicaciones.

¿Quiénes escuchan su voz? Los pecadores y los humildes, dice el salmo. Los que se despojan del orgullo y reconocen que Dios es más que ellos, que Dios puede más. Los que no se endiosan ni rechazan a su Creador. Hasta los que cometen errores y ofensas, si abren el corazón, podrán ser iluminados.

“Las sendas del Señor son misericordia y lealtad”. Reflexionemos sobre estas palabras. Misericordia es, literalmente, afecto entrañable, corazón tierno que se derrite de amor. Lealtad es otra gran virtud de Dios: siempre fiel, siempre está cerca, siempre atento. Dios vela como una madre sobre nosotros. Y sus “mandatos” no son otra cosa que esas orientaciones que nos guían en el camino de la vida. No son órdenes arbitrarias, sino avisos y enseñanzas.

Los antiguos judíos recordaban a menudo esta lealtad de Dios. En el salmo se repite la palabra “alianza”. Es una alianza a dos partes: Dios y el ser humano. Por la parte de Dios, el amor y la ayuda jamás fallan: Él siempre da. Por nuestra parte, la humana, tan sólo nos pedirá un alma abierta, dispuesta a recibirle y acogerle. Esta es la auténtica humildad, que no tiene nada que ver con el encogimiento y la humillación, sino con la alegría del que se sabe infinitamente amado.

En este tiempo de Adviento que comenzamos, el salmo 24 nos da palabras de esperanza. Quizás atravesamos un tramo borrascoso de nuestro camino, pero en medio de los problemas, Dios está ahí: si levantamos el alma hacia él, saldremos adelante.

16 de noviembre de 2012

Confío en ti


Salmo 15
 
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.


El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.


Las lecturas del Antiguo Testamento y del evangelio esta semana nos hablan de grandes tribulaciones que afligen al mundo, pero también de esperanza. En tiempos de crisis y dificultades como los que vivimos, vale la pena leer con calma y profundizar en estos textos, no para caer en el alarmismo ni en el miedo, no para desanimarnos, sino para dilucidar qué nos dicen estas líneas.

Las escrituras siempre nos traen una última palabra de aliento y esperanza. El salmo 15 es una exclamación de gozo y una llamada a la paz. Con Dios a nuestro lado, nunca vacilaremos. Y él es, no aquel Dios lejano e inalcanzable, sino nuestro «lote, nuestra heredad»: lo hemos recibido como regalo, él mismo se nos da. No tenemos que esforzarnos por buscarlo, sino simplemente recibirlo y dejar que nos abrace y nos proteja en el calor de su regazo.

Dios sacia, Dios colma, Dios llena nuestra alma siempre hambrienta de infinito. Y cuando experimentamos ese amor entrañable sobreviene la paz. La paz interior, que tanto buscamos, no vendrá por muchas prácticas ascéticas ni seudo-místicas. La paz auténtica no la construimos, sino que también nos es dada. Nos la da la certeza de ser amados. Por eso «se alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena». El salmo emplea expresiones muy carnales, muy vívidas, para reflejar esa paz que afecta no sólo a nuestra mente o a nuestros sentimientos, sino también a nuestro cuerpo, a nuestra salud.

Recordar la cercanía de Dios nos da coraje y valor para afrontar cualquier dificultad: «no vacilaré». Los cristianos lo tenemos todo para superar el miedo. Nuestra fe nos ayuda a vencer los temores más grandes, incluido el temor a la muerte. Porque Dios nos ama tanto que también nos da esa inmortalidad anhelada: «no me entregarás a la muerte». No, no pereceremos definitivamente: hay en nosotros un espíritu que prevalecerá, porque está hecho de la misma sustancia que el Creador. Esta convicción también alimenta nuestra esperanza. Y quien espera, se pone manos a la obra para construir, día a día, paso a paso, un mundo mejor.

9 de noviembre de 2012

Alaba, alma mía, al Señor


Salmo 145

Alaba, alma mía, al Señor.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Este cántico agradecido nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.

Para muchos descreídos, no es más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, “salva”.

¿De qué salva? En el fondo, todas estas esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. El hambre y la injusticia son consecuencias del egoísmo humano, a gran escala. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad de la egolatría, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Somos capaces de grandes hazañas y de hallazgos que pueden mejorar nuestras vidas. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué mies vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?

3 de noviembre de 2012

Tú eres mi fortaleza, mi roca, mi liberador


Salmo 17

Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza.
Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi liberador.
Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos.
Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu Ungido.

Cuántas veces se ha acusado al Cristianismo de ser una religión de débiles, un consuelo barato, un remedio para someter a los espíritus inseguros, cargándoles de miedo y de culpa. Ciertamente, para los creyentes, la fe en Dios es un consuelo, una fuente de fortaleza y de energía que nos anima en las horas más bajas.

Pero los versos de este salmo no reflejan miedo ni estrechez de corazón. Al contrario, exultan de alegría porque quien canta se siente fuerte, seguro, protegido y bendecido. Sobre todo, se siente amado.

El cantor del salmo reconoce la pequeñez humana. Quien pronuncia estos versos hace suya aquella frase de San Pablo: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta». Con Dios, el más débil y quebradizo se hace fuerte. Dios es una auténtica fortaleza, un baluarte, una roca que no falla.

A lo largo de la historia, y con el vertiginoso progreso técnico y científico que ha experimentado Occidente, los humanos nos hemos creído poderosos e invencibles. Liberarse de Dios era un paso más en la emancipación y madurez de la especie humana. Ya no necesitamos una fortaleza ni un escudo protector. Nos bastamos a nosotros mismos.

Los avatares de la historia y el existencialismo nos han mostrado, sin embargo, que la vida desarraigada de Dios se convierte en un absurdo abismal. Sin el apoyo de esa Roca somos hojas secas llevadas por el viento. El vacío y el azar nunca podrán saciar nuestra hambre de plenitud.

Volver a Dios, buscar su refugio, no es crearse un consuelo artificial. Sentirse amparado en Dios es la experiencia del que abre su corazón, su mente y su espíritu, y regresa al verdadero hogar del hombre, el corazón del Padre, que es puro Amor. Quien recupera esas raíces profundas del ser, anclado en Dios, experimenta la protección, la bendición, y se ve imbuido de una fuerza que, paradójicamente, supera en mucho sus limitadas capacidades humanas.

Las palabras de este salmo son una bella oración para pronunciar cada día, o siempre que nos sintamos acosados por el miedo o las dificultades. ¡No desfallezcamos! Tenemos un Defensor al que nada, ni nadie, puede abatir.

24 de octubre de 2012

El Señor ha sido grande con nosotros, y estamos alegres


Salmo 125

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

Hoy nos encontramos con un salmo exultante, gozoso, agradecido. Es el cántico del pueblo —de la persona— que se siente amado por Dios y ve cómo Él ha intervenido en su vida.

Las imágenes del salmo son hermosas. Los torrentes del Negueb, como todo arroyo que corre por el desierto, pueden pasar meses de sequía, con sus  cauces arenosos y estériles. Y, cuando llegan las lluvias, en cambio, bajan caudalosos. Dios es esa lluvia que transforma nuestras vidas.

Otra imagen del salmo nos recuerda aquel evangelio del sembrador. Dice el salmista: «al ir, iba llorando, llevando la semilla». Sembrar es trabajo duro e incierto. ¿Crecerá una buena cosecha? Esto mismo podemos preguntarnos nosotros, los cristianos de hoy, cuando nos afanamos en nuestras tareas pastorales, colaborando en parroquias o movimientos. ¿Dará fruto todo nuestro esfuerzo? Tal vez el panorama que vemos nos desanime y nos haga llorar. Pero pongamos todo nuestro afán, nuestro trabajo, nuestros anhelos, en manos de Dios. El labrador hace su trabajo, pero el cielo también cumple su parte. Es Dios quien, finalmente, hará florecer nuestros esfuerzos. Y entonces, llegará el día en que alguien, quizás no la misma persona que sembró, recogerá las espigas con alborozo.

La persona que reconoce todo cuanto hace Dios en su vida se ve colmada de gratitud. Y del agradecimiento brota la alegría. Podríamos decir que una persona alegre es una persona agradecida. Se sabe pequeña y limitada, y sabe reconocer las cosas grandes que Dios ha hecho por ella. Por eso, se siente pobre y rica a la vez. Pobre en sus propias fuerzas; rica en dones recibidos. Esta humildad, lejos de encogerla y de oprimirla, ensancha el corazón, ilumina el rostro y abre la boca para entonar una alabanza.

20 de octubre de 2012

Que tu misericordia venga sobre nosotros


Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

Que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.

Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

Este domingo nos encontramos con otro salmo de súplica esperanzada. Al tiempo que rogamos a Dios que tenga misericordia, cantamos las bondades que disfrutan aquellos que confían en el Señor: sus vidas serán libradas de la muerte, serán reanimados en tiempos de hambre; Dios será su auxilio y su escudo…

Podemos leer literalmente el salmo y reconocer que, realmente, Dios cuida de nosotros, nos protege y no deja que nunca nos falte lo más necesario. Pero además de defendernos de todo mal, como rezamos en el Padrenuestro, Dios nos da algo más.

Nos da la vida, y no una vida cualquiera, sino una vida eterna, que ya en la tierra comienza a ser plena e intensa, llena de sentido.

Sacia nuestra hambre, no de comida, sino de infinito, de amor sin límites, de aquello que nada humano puede satisfacer. Dios es el único que puede cubrir ese abismo sediento que es nuestra alma.

Cuando flaqueamos, abrumados por dificultades materiales o por problemas que afectan nuestro estado anímico, él también nos reconforta. No hay mejor psiquiatra que Dios, que nos cura con su amor y nos da la paz de su regazo.

Y con esta imagen el salmista concluye: Dios es nuestro auxilio y nuestro escudo. Agarrándonos a él, no nos hundiremos, y nadie podrá hacernos daño. Al menos, no podrá matar lo más valioso que tenemos: nuestro espíritu y nuestra libertad, confiadas en Sus manos.

Esta frase tan recurrente en los salmos también deberíamos meditarla: «la misericordia del Señor llena toda la tierra». Esto quiere decir que nunca confiaremos lo bastante en Él: siempre nos da más. Su amor es inagotable, no se acaba, no se cansa, no se restringe. Jamás nos faltará, si se lo pedimos. Misericordia es una palabra latina que traduce una expresión hebrea muy tierna: se refiere al amor entrañable que siente una madre contemplando a sus retoños. Significa que el corazón de Dios se conmueve: nada de lo que nos sucede le es indiferente. ¡Hablémosle con sinceridad!

11 de octubre de 2012


Salmo 89

Sácianos de tu misericordia, Señor, y toda nuestra vida será alegría.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Dános alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas.

Que tus siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.

En los versos de este salmo hay un contenido muy denso que, aparentemente, quizás no lleguemos a captar. Vayamos desgranando frase por frase, palabra por palabra, y descubriremos en él una profunda sabiduría existencial.

El verso que cantamos como estribillo termina con una promesa de felicidad: “toda nuestra vida será alegría”. ¿No es este el deseo de todo hombre, en todo tiempo y en todo lugar? Pero lo interesante es ver qué produce esta alegría: “Sácianos de tu misericordia”, dice el salmo. Esto y no otra cosa será lo que nos cause la felicidad.

Misericordia es un concepto que se entiende poco y que nos suena a compasión, incluso a condescendencia. Los teólogos nos explican el significado de esta palabra: de corazón tierno, capaz de conmoverse, de compadecerse y de empatizar con el otro. En hebreo, el significado aún es más rotundo. Viene de la palabra “entraña” y significa mirar con amor y con ternura entrañable de madre.

Así nos mira Dios. Su mirada es fuente de amor desbordante, de bondad, de dulzura y de fuerza. Es él quien, mirándonos, nos “sacia” y nos hace exultar de alegría.

Esta petición tiene muy poco que ver con una mentalidad autosuficiente que encumbra al ser humano y pretende hacerlo capaz de todo. El salmista reconoce que el hombre, con sus propias fuerzas, no puede conseguir la felicidad. Esta es una realidad que vemos patente a lo largo de toda la historia. El hombre persigue la felicidad, pero le resulta difícil conseguirla y, cuando lo intenta sin contar con Dios, acaba cayendo en el más espantoso desastre. Los paraísos sin Dios terminan por convertirse en infiernos que se cobran miles de víctimas.

Pero el salmo sigue. Se adivina en sus líneas un padecimiento que ha marcado al pueblo, un largo periodo de desdichas, el exilio en Babilonia. Los israelitas intentaron dar un sentido a las desgracias sufridas e interpretaron la caída de su reino y el destierro como una consecuencia de su alejamiento de Dios. Por eso dice “danos alegría por los años en que nos afligiste”, como si Dios, de algún modo, hubiera castigado a su pueblo. Volver a reconciliarse con él trae la salvación y la esperanza. Por eso el salmo contiene también una súplica: que Dios se apiade e intervenga a favor del pueblo. “Que tus siervos vean tu acción… Baje a nosotros tu gloria”.

Quizás esta interpretación, hoy, nos resulte simple e inexacta. No podemos aceptar que Dios premie y castigue la lealtad, como lo haría un señor terrenal con sus vasallos. Jesús nos mostró que Dios es leal siempre y que nosotros somos sus hijos, no sus siervos. Nos enseñó, dando su vida, que Dios se entrega a sus hijos aunque estos se alejen de él. Dios no espera nuestra justicia para impartir la suya, que es bondad desbordante y sin medida.

En cambio, sigue siendo actual la interpretación de este salmo como un toque de alerta a nuestro orgullo autosuficiente. “Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato”. Sepamos contemplar nuestra vida en su justa mesura, entendamos que no somos inmortales, ni ilimitados, ni omnipotentes. No somos dioses, y vivimos en la contingencia. Pero tampoco estamos solos. Dios está ahí y vendrá si lo invocamos. Nosotros ponemos nuestro esfuerzo y afán, pero él, y solo él, puede hacer que dé fruto y prosperen las obras de nuestras manos.

28 de septiembre de 2012

Tus mandatos alegran el corazón


Salmo 18

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.

La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.

Aunque tu siervo vigila para guardarlos con cuidado, ¿quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta.

Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado.

Cuando oímos hablar de leyes y normas, en seguida nos viene a la mente la idea de restricción, de coacción, incluso de pérdida de libertad. En cambio, en este salmo leemos que la ley del Señor produce en sus fieles un efecto totalmente contrario a la represión.

Es una ley que proporciona alivio y paz: “descanso del alma”. Es educativa: “instruye al ignorante”. Causa alegría al corazón, otorga clarividencia y sabiduría. No es como tantas leyes humanas, que sirven para controlar a las gentes, a veces necesariamente pero otras veces de forma injusta, por muy legales que sean.

La ley de Dios tiene otras cualidades. Las leyes humanas cambian y lo que antes era ley hoy incluso puede ser un crimen, pero la ley divina es perfecta e inmutable. Así lo reza el salmo: es eternamente estable. ¿Por qué? Porque es pura, perfecta y verdadera. Porque no procede de la voluntad humana ni de sus intereses, sino del amor de Dios.

La ley de Dios, en realidad, es la ley del amor, como Jesús enseñó. Y el amor, efectivamente, tiene sus mandatos y opera un efecto en quienes se rigen por él. No hay que entender la palabra “mandato” como una obligación impuesta; Dios quiere nuestra fidelidad, y no es posible ser fiel sin ser libre. El mandato significa una necesidad prioritaria, un imperativo básico, de la misma manera que para sobrevivir son imperativos el respirar, comer, descansar lo suficiente.
¿Qué consecuencias tiene seguir esta ley? El salmista que compuso estos versos lo sabía muy bien. Seguir la ley del Señor otorga serenidad, alegría y sabiduría. Es una ley que nos libera de las peores opresiones: nuestro orgullo, nuestros prejuicios, nuestro egocentrismo, nuestros miedos. “Preserva a tu siervo de la arrogancia”, dice el verso, pues esta domina y tiraniza. El “gran pecado” es el orgullo, que ciega y nos impide ver con realismo nuestra vida.

Esta ley del Señor pide y otorga humildad. Pero a la vez nos hace intrépidos, porque el amor no conoce temor ni se endiosa. Esta ley nos ayuda a vivir con plenitud. 

21 de septiembre de 2012

El Señor sostiene mi vida


Sal 53, 3‑4. 5. 6 y 8.

El Señor sostiene mi vida.
Oh Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras.
Porque unos insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios.
Pero Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno.

«El Señor sostiene mi vida.» En estas palabras descansa nuestra fe y una actitud vital y existencial de confianza, llena de sentido.

Dios en la Biblia es visto como Señor de la vida, siempre viviente, el «Dios de vivos, y no de muertos», como dice Jesús. Desde un punto de vista filosófico, Dios es el que es, la perfección del ser, porque siempre ha sido, es y será, más allá de las limitaciones del espacio y del tiempo. Dios es el Ser con mayúsculas.

Por eso nos sostiene a nosotros en la existencia. Somos, dicen algunos poetas, una llama de la gran hoguera que arde de vida y que da origen a todo cuanto existe. Somos un soplo del aliento de Dios, somos una gota de su mar, un eco de su voz creadora. Acercarnos a él y a su misterio es volver a nuestros orígenes, es alimentarnos de nuestras raíces y encontrarnos con lo más genuino de nuestro propio ser.

Por eso, cuando las dificultades y los peligros nos amenazan, necesitamos regresar a esa áncora, a esa raíz que nos sostiene y evita que caigamos en la desesperación. Es en tiempos de crisis, tanto personal como social, cuando necesitamos un tiempo para hacer silencio, reflexionar y orar. Aunque nuestra oración no sea más que una súplica: «Oh Dios, sálvame por tu nombre. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras».

Dios siempre escucha, no lo dudemos. Otra cosa es que sepamos oír su respuesta. A veces calla, a veces se toma un tiempo en responder, porque quizás necesitamos calmarnos y aprender a ver las cosas con más lucidez… Otras veces puede ser que nos responda, pero que nosotros no sepamos interpretar su lenguaje y sus señales.

El salmo reitera la expresión «tu nombre». El nombre de Dios, que aparece en el Decálogo y en el Padrenuestro, por citar dos lugares conocidos por todos, es algo más que un nombre. Explica el Papa en su libro sobre Jesús que nombrar a alguien significa que podemos dirigirnos a esa persona, podemos dialogar con ella, como un interlocutor. Podemos escucharla y amarla. «El nombre de Dios» nos remite a un Dios personal, un Dios cercano, amigo. No se trata de una energía cósmica o de un poder que podamos aplacar o dominar con ciertas artes o ensalmos. Dios siempre está más allá de nuestra dimensión limitada y temporal pero, al mismo tiempo, siempre está «más acá», en lo más íntimo de nosotros, sosteniendo nuestra vida, cuidándonos. Ni un solo cabello caerá, dice Jesús, sin que él lo sepa. Démosle gracias, con cariño, por su presencia amorosa.

14 de septiembre de 2012

Caminaré en presencia del Señor


Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco.
Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi vida.»
El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó.
Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

Para los antiguos israelitas, había una cualidad que distinguía especialmente la divinidad: la vida. El Dios en el que creían es el Señor de la vida, el viviente eterno, el que era, es y será. En el relato del Génesis, Dios insufla su aliento en el barro y la criatura moldeada cobra vida. La materia se diviniza con su soplo: la vida es de Dios, y todo ser viviente posee esa cualidad divina.

Por eso la vida, la vida eterna, la vida plena, es un tema recurrente en toda la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

La vida va asociada a la cercanía de Dios. Quien camina en presencia del Señor vive plenamente. Quien está con él, se salva del abismo de la muerte, de la tristeza, de la desesperación.

Los versos de este salmo pueden resultarnos de gran actualidad. Muchas son las personas que alguna vez se preguntan por el sentido de su vida y llegan a esos grandes interrogantes que marcan el destino del ser humano: ¿quién soy?, ¿por qué estoy vivo?, ¿qué sentido tiene mi existencia?, ¿qué será de mí cuando muera?

Esos “lazos del abismo” definen muy bien la angustia existencial del hombre que ha llegado a darse cuenta de su pequeñez, de su contingencia y su fragilidad en medio del cosmos. Cuando somos conscientes de esto y nos sabemos polvo, partículas insignificantes que no marcan diferencia alguna en el ritmo del universo, llegamos al borde de un precipicio donde se abre un espacio infinito… Un espacio que nos atemoriza, porque tocamos nuestros límites y palpamos lo desconocido.

¿Qué hay en ese abismo? Hay quien encuentra la nada, un vacío pavoroso del que brota la angustia existencial. Hay quien, en cambio, encuentra el Todo, una presencia amorosa que todo lo sostiene y que alienta toda vida.

“Señor, salva mi vida” es la súplica del hombre que no se resigna al sinsentido. Señor, salva mi vida es una petición no solo de auxilio, sino de presencia. Señor, ven. Hazme sentir tu presencia, tu amor, tu fuerza. Señor, sostenme. Señor, arráncame del absurdo, del vacío, del miedo. Señor, hazme vivir con esperanza.

Decía un teólogo que, ante el misterio, no hay razones que valgan, ni ciencia ni ni violencia que pueda penetrarlo. La actitud más sabia es acurrucarse a su vera, con sencillez, abrazarlo y dejarse abrazar por él.

La oración nos ayuda a acercarnos a este misterio de Dios, el gran viviente, el que sostiene nuestra vida y le da un sentido. Por eso, el diálogo con el Señor es un primer paso para saborear esa vida plena que nos depara. Todos hemos sido amados por él, y por eso existimos. Pero si caminamos en su presencia, nuestra historia será más que mera existencia, será vida, y “vida en plenitud”. 

6 de septiembre de 2012

Alaba, alma mía, al Señor


Salmo 145

Alaba, alma mía, al Señor
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.

Este cántico agradecido nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.

Para muchos descreídos, no es más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, “salva”.

¿De qué salva? En el fondo, todas estas esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. El hambre y la injusticia son consecuencias del egoísmo humano, a gran escala. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad de la egolatría, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Somos capaces de grandes hazañas y de hallazgos que pueden mejorar nuestras vidas. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué mies vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?

1 de septiembre de 2012

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?


Salmo 14
Sal 14, 2‑3a. 3bc‑4ab. 5

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua.
El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino, el que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor.
El que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará.

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? Esta frase tiene como telón de fondo la peregrinación de Israel en el desierto y su alianza con Dios, sellada mediante el cumplimiento de la Ley. Hospedarse en la tienda de Dios es entrar en su casa, alojarse en su corazón. La pregunta, ¿quién puede…? Expresa el deseo de vivir en su presencia y gozar de su protección y amor.

En la mentalidad de los antiguos israelitas no todos podían acceder al recinto sagrado donde habitaba Dios. Hacía falta estar puros, es decir, consagrados, dedicados a él. Y esta pureza se conseguía, entre otras cosas, cumpliendo los mandamientos.

En el salmo que leemos hoy se recogen varios preceptos que nos recuerdan el Decálogo, pues forman parte de la Ley de Moisés. Nos hablan de actuar con honestidad, de ser justos, de no mentir, no calumniar, no robar ni prestar con usura. Nos exhortan a no hacer mal al prójimo y a temer al Señor. Se desprende de estos preceptos una moral muy clara, que nos hace reflexionar sobre muchas situaciones que estamos viviendo hoy. ¡Cuánto cambiarían las cosas si todos respetáramos estas leyes! Ahora que estamos en plena crisis y vemos la degradación en que caen algunos jueces, la corrupción de los políticos y los abusos que cometen los bancos, los mandatos de practicar la justicia, no prestar con usura y no aceptar sobornos nos interpelan.

Decía C. S. Lewis que es curioso —y triste— que el sistema económico de nuestra sociedad occidental se apoye justamente en una práctica que las tres grandes religiones monoteístas condenaron: el préstamo con intereses. Esta observación da qué pensar y nos lleva a un imperativo ético: trabajar, con todas nuestras fuerzas, para contrarrestar la avaricia, la injusticia y la iniquidad que parecen mover el mundo. Y procurar no dejarse llevar por estas tendencias, en nuestro ámbito personal e incluso más privado. Porque tal vez no estamos robando ni prestando con usura, pero... ¿Cuánta injusticia cometemos cuando juzgamos y difamamos a alguien que no nos cae bien o nos fastidia? ¿Cuánto daño infligimos con nuestra arma más letal, nuestra lengua calumniadora y criticona? ¿Cuánto robamos a aquel a quien no le concedemos un tiempo para escucharle, ayudarle, animarle? ¿Cuánto tiempo le robamos a Dios, cuando no sabemos encontrar ni unos minutos para él? ¿Cuánto tiempo le robamos a nuestros seres queridos, cuando preferimos distraernos con el trabajo, o con cualquier cosa, antes que pasar unas horas con ellos?

Pensemos, muy despacio, cada día, cómo estamos cumpliendo y cómo fallamos a estos mandatos tan sencillos, tan elementales pero tan hondos. Y qué podemos cambiar para mejorarnos a nosotros mismos y a los demás. Si nos esforzamos por hacer el bien, con corazón sincero, la tienda del Señor se nos abrirá de par en par y encontraremos la paz.

25 de agosto de 2012

Gustad y ved...


Salmo 33

Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.

Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria.

Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos.

Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará.

La maldad da muerte al malvado, y los que odian al justo serán castigados. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él.

Los versos de este salmo, que nos habla de la bondad de Dios, transmiten una idea de justicia que empapó la cultura de los antiguos hebreos y que llega hasta nosotros, los cristianos de hoy. Es la convicción de que el justo siempre termina siendo escuchado y recompensado, y el que obra mal acaba encontrando su ruina.

Sin embargo, vemos que en la historia de la humanidad y en nuestra vida esto no es siempre así. ¿Nos habla el salmo de una utopía irrealizable? ¿Son bellas palabras que solo sirven para consolarnos?

Vano sería el consuelo si, después de recitar esta oración, regresáramos a la vida real y encontráramos que todo cuanto hemos creído y cantado fuera mentira. Y las escrituras sagradas no son falsas, sino que esconden profundas verdades que, a veces, nos cuesta ver con nuestra mirada un tanto superficial y empañada.

Necesitamos silencio, calma y tiempo para mirar el mundo, las personas y a nosotros mismos con paz, con esa mirada limpia que nos hará sabios, porque penetraremos más allá de la superficie de las cosas y comprenderemos lo que quizás en el trajín diario nos cuesta entender.

Con esa mirada profunda nos daremos cuenta de que Dios siempre está ahí, a nuestro lado. Que jamás nos abandona porque, como afirman los teólogos, si Dios dejara un solo instante de mirarnos, desapareceríamos en la nada. Dios nos sostiene en la existencia, y no solo eso: nos mira como madre amorosa, dispuesta a ayudarnos y a llenarnos la vida de plenitud siempre que le permitamos actuar en nosotros. Para esto hace falta humildad, y es por eso que el salmo dice “que los humildes escuchen y se alegren”. Sin humildad, jamás podremos sentir y creer que Dios nos ama y nos cuida de tal manera que es imposible no estar alegres y agradecidos. “Él cuida de todos sus huesos”. Jesús dirá que hasta el menor de nuestros cabellos no cae sin que Él lo sepa.  

Sí, Dios está cerca de nosotros. Y aunque a veces parece que en este mundo el mal prevalece y los malhechores triunfan, en realidad no es así. Los hombres sangrientos y sus guerras jalonan nuestra historia, es cierto. Pero son los hombres de paz quienes han dejado una huella más honda.  La historia de la humanidad está cruzada de cicatrices muy dolorosas, pero sigue viva, sigue adelante, porque muchas personas han pasado haciendo el bien, amando, entregándose, a menudo silenciosamente, sin dejar nombres ni hazañas, pero tejiendo un tramo más de esta historia.

Y, finalmente, siempre, siempre, queda la misericordia de Dios. Cuando todo parece perdido, aún podemos refugiarnos en sus brazos. Unos brazos de madre, no de juez, que acogen y perdonan olvidando de la primera a la última de nuestras faltas: “El Señor redime a sus siervos; no será castigado quien se acoge a él”.  

18 de agosto de 2012

Gustad y ved qué bueno es el Señor


Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.

Todos sus santos, temed al Señor, porque nada les falta a los que le temen; los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada.

Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor; ¿hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?

Guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella.

Continuamos cantando este salmo, de una belleza fresca y sorprendente. Gustad y ved. No nos habla de fe ciega, tampoco de conocimiento intelectual o de razones. La bondad del Señor no solo se sabe o se cree, sino que se gusta, se saborea, se palpa, se ve. La experiencia de Dios no se limita a nuestra mente, sino que rebasa el campo del pensamiento y empapa toda nuestra existencia. Dios nos habla a través del corazón y de los sentidos. Y su sabor es bueno. Su experiencia es dulce y vivificante. No nos adormece, sino que nos despierta y nos fortalece.

A continuación, el salmo habla de una actitud poco comprendida y a veces mal interpretada: el temor del Señor. ¿Qué significa temer a Dios? Para muchos, es reconocimiento de su grandeza y respeto ante su poder. Para otros, implica obediencia incondicional, sumisión. Para otros, adoración ante su misterio. Para los detractores de la fe, por supuesto, es una forma de atar a los fieles para someterlos a los dictados de los líderes religiosos.

En muchos lugares de la Biblia se habla de este temor de Dios. ¿Cómo  conjugarlo con las palabras que acabamos de pronunciar: “gustad y ved qué bueno es el Señor”?

Un teólogo dijo que temor de Dios no es espanto de él, sino miedo a perderle, miedo a alejarse de él, miedo a romper con él. Es el temor a perder lo más valioso, lo más bello e importante de nuestra vida. Y este temor está fundado en un profundo amor. ¿Quién no sufre o teme perder lo que más ama?

“Nada les falta a los que le temen”, “no carecen de nada”. Estas frases me llevan a aquella tan conocida de Santa Teresa: “Solo Dios basta; quien a Dios tiene, nada le falta”. Creo que por aquí hemos de entender el “temor de Dios”. Ha de ser ese deseo de que él jamás falte de nuestra vida, que siempre esté presente, cercano. Que todo cuanto hagamos sea ante su presencia, por él y con él. Porque Dios, lejos de ser un policía controlador de nuestros actos, es la presencia amorosa que llena de sentido y plenitud cada minuto de nuestra vida. Actuar con Dios supone justicia, bondad, generosidad, verdad. El último verso del salmo detalla cómo obran los que “temen a Dios”: apartándose del mal y de la mentira, buscando la paz. Verdad, paz, bien, esto son señales seguras de que Dios está cerca. 

10 de agosto de 2012

Gustad y ved qué bueno es el Señor



Salmo 33

Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloria en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias.
 Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias.
El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él.

La estrofa de este salmo que repetimos, cantando, es de una belleza fresca y sorprendente. Gustad y ved. No nos habla de fe ciega, de conocimiento o de razonamientos. La bondad del Señor no solo se sabe o se cree, sino que se gusta, se saborea, se palpa, se ve. La experiencia de Dios no se limita a nuestra mente, sino que rebasa el campo del pensamiento y empapa toda nuestra existencia. Dios nos habla a través del corazón y de los sentidos. Y su sabor es bueno. Su experiencia es dulce y vivificante. No nos adormece, sino que nos despierta y nos fortalece.

Quien experimenta a Dios en su vida rebosa, y no puede menos que prorrumpir en alabanzas. Irradia ese amor que lo llena. El contacto con Dios libera de temores, miedos, angustias. No sólo las aparta de nosotros: nos libera.

En el salmo también podemos ver esa  cercanía de Dios: un Dios al que podemos hablar, y que nos responde. Lejos de él esas concepciones de una divinidad distante, impersonal, neutra y alejada de los asuntos humanos. El Dios de Israel, el que transmiten los salmos, el Dios de nuestra fe cristiana, es personal, próximo, dialogante. Nos escucha y nos atiende. Nada de lo que es humano le resulta indiferente. “Ni un solo cabello de vuestra cabeza caerá sin que lo sepa”, dice Jesús. Por eso, los creyentes tenemos motivos sobrados para la alegría, para el ánimo y el coraje. Tenemos motivos para “quedar radiantes” y no avergonzarnos jamás de nuestra fe.