30 de junio de 2012

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado

Salmo 29
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.
Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo.
Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.

Este salmo recoge con imágenes poéticas los avatares de la vida humana. Hay momentos de llanto, días de júbilo; dolor, gozo, muerte y vida se suceden. Y en medio de las turbulencias, siempre podemos encontrar a Dios.
Todos, en algún momento de nuestra vida, nos hemos sentido angustiados y oprimidos por las dificultades y por enemigos, ya fueran personas o situaciones que nos aprietan. ¡Cuántas nos parece estar metidos en un foso oscuro, un túnel sin salida!
Sin embargo, hay una mano salvadora que nos ayuda a salir adelante y nos hace revivir. Toda muerte precede a una resurrección. “Cambiaste mi luto en danzas”, dice el salmo, en una frase que contrasta vivamente el duelo con la alegría más exultante. ¿Podemos superar las desgracias, solos? No. Necesitamos ayuda. Y no hay soporte ni auxilio más poderoso que el de Dios.
Nuestra vida está tejida de claroscuros. “Al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo”. Conoceremos toda clase de experiencias. Creer en Dios no nos librará de los problemas. Quizás a veces todavía nos ocasione más, porque la fe acarrea compromiso y la coherencia a menudo exige nadar a contracorriente, con dolor. Pero la alegría que trae confiar en Dios supera con creces esos momentos de oscuridad.
El salmo resalta, también, que Dios es Señor de vida, y no de muerte. Morir es quizás el mayor reto al que nos enfrentamos. Todas las pequeñas muertes y desprendimientos a lo largo de nuestra vida son puertas hacia una conversión, una renovación interior. La muerte definitiva, el fin de nuestra vida terrena, también será el umbral de otra Vida, renacida y plena. Esta es nuestra esperanza.

21 de junio de 2012

Me has escogido portentosamente

Salmo 138, 1-3. 13-14. 15 (R.: 14a)
Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente.
Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares.
Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma.
No desconocías mis huesos, cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra.

Este salmo nos presenta a un Dios profundamente personal e íntimo. Los verbos utilizados son significativos: conoce, crea, teje, penetra hasta el interior del pensamiento del hombre. Su relación con él es de amigo íntimo, de madre, de creador. El poeta insiste en el verbo conocer. ¿Quién puede conocer mejor al hijo que la madre que lo ha engendrado? ¿Quién puede conocer mejor la obra que el artista que la diseñó?
Esta proximidad de Dios es entrañable. Dios no es un ser todopoderoso y distante, ajeno al destino humano. Se preocupa por cada una de sus criaturas. La ama. Como dirá Jesús en el evangelio, hasta el último de sus cabellos está contado; hasta la última de sus lágrimas le pesa en el corazón.
Este es el Dios en que creemos. Un Dios que no solo nos ha creado y nos ama, sino que nos ha escogido. El salmista dice: “me has escogido portentosamente”, y con esta simple frase resume todo cuanto significa una vocación. Es un salmo apropiado para la fiesta de San Juan, el último y el mayor de los profetas de Israel.
Es Dios quien escoge. La iniciativa siempre es suya. Y lo hace portentosamente porque no se fija en los méritos de la persona. Nadie “merece” ser llamado por su esfuerzo o por sus cualidades. Ni siquiera por su cumplimiento al pie de la letra de los mandamientos, o de las leyes morales. Esa elección es portentosa porque jamás seremos dignos del regalo tan grande que Dios quiere brindarnos: la llamada a ser colaboradores suyos, compañeros, co-artífices de su Reino.
Ser cooperantes de Dios. ¿Quién puede aspirar a un honor tan grande? ¿Quién puede decir que es un premio merecido? Nadie. Pero, al mismo tiempo, todos podemos ser elegidos. ¿Por qué unos sí y otros no?
El salmista dice que Dios conoce el fondo del alma de cada cual. Conoce sus deseos y aspiraciones profundas y sabe quién está abierto, maduro y preparado para recibir esa llamada. Podemos no merecer ser ayudantes de Dios, pero tal vez sí lo deseamos, con todas nuestras fuerzas.  Quizás tenemos esa audacia ingenua del niño que, aún sabiéndose pequeño, le dice a su padre o a su madre: ¡quiero ayudarte! Es un atrevimiento movido por el deseo y por el amor, por la certeza de ser amado, por la alegría y el agradecimiento. Cuántas veces hemos visto a niños pequeños empeñándose en ayudar a sus padres en sus tareas. Para ellos, aunque sean torpes e ignoren muchas cosas, ayudar un poquito, aunque sea en algo sencillo, ya es motivo de alegría y satisfacción.
Con Dios, todos somos así. Somos niños que ayudamos; la gran obra, en realidad, la hace él. Ser elegidos, ser llamados, es un milagro, fuente de alegría exultante. Después de la existencia, la vocación es el mayor regalo.

8 de junio de 2012

Alzaré la copa de la salvación

Salmo 115

Alzaré la copa de la salvación invocando el nombre del Señor.
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre.
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando tu nombre, Señor.
Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo.

Cuando experimentamos que somos profundamente amados, quizás hay una reacción previa incluso a la alegría y a la reciprocidad: la admiración. Y más aún cuando somos receptores de un amor grande e inmerecido como el de Dios. El salmista se asombra ante tanto don y se pregunta: ¿Cómo le pagaré al Señor todo lo que me ha hecho?
También nosotros podemos preguntarnos hoy: ¿cómo pagar a Dios lo que nos ha dado? Podemos sufrir, tener problemas o enfermedades. Pero el solo hecho de existir y de tener alguien a quien amar ya es tan grandes que no se puede igualar a ningún regalo humano. ¿Cómo devolverlo?
La siguiente frase impresiona: Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Casi podemos imaginar a Dios llorando y doliéndose cuando muere una persona buena, alguien que le fue fiel. El salmo nos muestra ese rostro del Dios compasivo que ama a sus criaturas como una madre; le duele el sufrimiento y la muerte de cada una de ellas.
¿Cómo no confiar en un Dios así? A un Dios tonante, juez y terrible, podemos temerlo, aunque creamos en él, pero en ese miedo siempre habrá un resquicio de desconfianza y de sumisión. En cambio, el salmo continúa hablándonos de dos conceptos aparentemente opuestos: la servidumbre y la liberación. El poeta se confiesa siervo del Señor, alguien obediente a él, cumplidor de sus votos. Al mismo tiempo, declara que Dios ha roto sus cadenas. ¿No será que en la obediencia a Dios reside nuestra libertad?
¿Cómo entenderlo? Esta aparente paradoja puede comprenderse si profundizamos en qué significa obedecer a Dios, qué implica, y qué son esas cadenas.
El plan de Dios para nosotros es una vida en plenitud, una vida libre, que nos permita florecer y desarrollar todos nuestros talentos y aspiraciones. Obedecerle no es otra cosa que dejar que ese hermoso plan se cumpla, confiando en su ley. Una ley que, desde los orígenes de la cultura hebrea, nos muestra bondad, benevolencia, atención a los más débiles, magnanimidad. Jesús dirá que toda la ley se resume en amar, a Dios y a los demás. ¿Puede ser opresora una ley así, cuando los seres humanos estamos hechos para el amor?
La noción de esclavitud, en la Biblia, está vinculada a la de maldad y pecado. Jesús, cuando curaba, perdonaba los pecados. El concepto de pecado, además de ser una ofensa a Dios, es el de un daño que esclaviza a la persona, que la impide desarrollarse plenamente y ser libre, entera, feliz. Quien ama se realiza y se libera. Por tanto, quien cumple esta ley divina del amor, rompe sus cadenas y puede cantar la oración más bella. Y este es el sacrificio más agradable a Dios: la alabanza de un corazón gozoso que ha sintonizado con su amor.

2 de junio de 2012

La heredad del Señor

Salmo 32
Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.
La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos, porque él lo dijo, y existió, él lo mandó, y surgió.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempos de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor; él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti.

El pueblo de Israel forjó su conciencia nacional sobre una roca: la firme convicción de ser un pueblo amado, elegido y predilecto de Dios. Saberse respaldado por ese Dios leal, a la vez poderoso y compasivo, señor de la vida y amo de la creación, dio a Israel una fuerza insólita que le permitió superar las catástrofes y los avatares de la historia, hasta hoy.
Con Cristo, esa predilección de Dios se amplía. El pueblo escogido ya no es solo Israel, sino toda la humanidad. Todos estamos llamados a ser hijos amados, todos podemos invocarse protección y podemos esperar su auxilio y su fuerza. Todos podemos exclamar, con el salmista, ¡dichosos nosotros, porque somos la heredad de Dios! Felices, porque Dios nos escoge y nos ama. Alegrémonos porque somos la niña de sus ojos. Todos, sin excepción.
Más allá de una lectura nacionalista e histórica de estos versos, a la luz de Cristo podemos leer en ellos una vivencia mística: la experiencia del hombre que se siente profundamente amado y salvado por Dios. Salvado, ¿de qué? De la muerte, del hambre. Dios nos libra no solo de la muerte y el hambre física, sino de la muerte del espíritu, de una existencia gris y sin sentido, de la sed insaciable de plenitud que tiene el ser humano. Solo Dios puede colmarla. Lo único que necesita es nuestras manos y nuestra alma abierta para llenarnos.

Piedad, oh Dios, hemos pecado