28 de diciembre de 2013

Dichosos los que temen al Señor

Salmo 127

Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.
Que veas a los hijos de tus hijos. ¡Paz a Israel!

En la fiesta de la Sagrada Familia encontramos este salmo de alabanza. Hay en él una loanza doble: a Dios, que reparte sus bendiciones y que vela por nosotros «todos los días de nuestra vida», y al justo que sigue los caminos del Señor. A través de imágenes sencillas y expresivas, el salmista nos muestra qué dones recibe el que «teme al Señor»: son aquellos que todo hombre de aquella época podría considerar los mayores bienes: una esposa fecunda, un hogar próspero, hijos sanos y hermosos, salud y una descendencia numerosa. Hoy, sigue siendo el sueño de muchísimas personas: formar una familia, gozar de bienestar económico y vivir una vida larga y pacífica junto a los seres queridos.

Pero, ¿quién puede conseguir esta felicidad? ¿Quién es el que teme al Señor y sigue sus caminos? En lenguaje de hoy no podemos comprender que haya que tener miedo de un Dios que es amor. Pero esa falta de temor tampoco nos ha de llevar al olvido y al descuido. Dios nos ama, pero también nos enseña. Nos muestra, a través de la Iglesia y especialmente a través de su Hijo, Jesús, cuál es el camino para alcanzar una vida digna, llena de bondad. Lo que hemos de temer es olvidarnos de él, ignorarlo, vivir a sus espaldas. ¡Ay de nosotros si apartamos a Dios de nuestra vida! Perderemos el referente ético, caeremos en la oscuridad y el desconcierto, comenzaremos a vagar a la deriva. Perderemos la paz, la armonía familiar y hasta los bienes materiales, tarde o temprano.

Los antiguos ya indagaron sobre qué debía hacer el hombre que buscaba una vida sana, dichosa y en paz. Los filósofos clásicos llegaron a la conclusión de que se podía alcanzar mediante la honradez y la práctica de las virtudes. También los israelitas creían que mediante el culto a Dios y el cumplimiento de sus mandatos, que no dejan de ser prácticas cívicas y virtuosas, podrían alcanzarla. Los cristianos, hoy, tenemos un camino aún más claro y directo: Jesús. Ya no se trata de aprender doctrinas o de leer muchos libros, sino de conocer, amar e imitar al que amó generosamente, hasta el extremo, y aprender a amar como él lo hizo. Ese es nuestro auténtico camino.


Por eso este salmo, además de alabanza, es un recordatorio. Dios cuida de nosotros siempre, cada día que pasa. Y nos muestra el camino hacia la «vida buena», la que todos anhelamos en lo más profundo de nuestro ser, la que merece ser vivida. Es un camino que pasa por dejar de ser el centro de nosotros mismos y entregarse a los demás.

21 de diciembre de 2013

Va a entrar el Señor, rey de la gloria

Salmo 23

Va a entrar el Señor, él es el Rey de la gloria.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.


El universo en su esplendor nos habla a gritos de un Dios Creador. Lo que para muchos es fruto del azar, o de la necesidad, o simplemente una única realidad que se autocrea y se despliega en múltiples formas, para el creyente es obra de un Dios cuya grandeza trasciende la realidad física visible.

Desde siempre el ser humano ha tendido a la trascendencia. Lo prueban las innumerables manifestaciones religiosas de todas las culturas del mundo. El ateísmo es un fenómeno muy reciente en la historia de la humanidad, pero ni siquiera los regímenes que han querido barrer a Dios del mundo han podido eliminar la sed de trascendencia de las personas. El espíritu humano tiene una dimensión infinita que solo puede saciarse en Alguien mucho mayor que él.

Ahora bien, en el camino de búsqueda puede haber muchas ilusiones, engaños e incluso trampas. A veces es la misma persona, su afán o sus intereses, quien se pone obstáculos para llegar a esa plenitud que, en el fondo, anhela. ¿Quién subirá al monte santo?, se pregunta el salmista. El monte santo representa el lugar sagrado, el momento de encuentro entre Dios y su criatura. ¿Quién logrará esa unión íntima con Dios? Y el mismo salmista responde: “el hombre de manos inocentes y de puro corazón”. El hombre que, como Jesús señaló a Nicodemo, vuelve a nacer y se vuelve puro como un niño.

Estamos a las puertas de Navidad, la fiesta que nos habla de un Dios inmenso que se hace bebé. ¿Cómo entender este misterio, si no es limpiando el alma y recuperando esa sencillez, esa transparencia, propia de los niños? Pero tampoco se trata de volvernos infantiles y crédulos, faltos de criterio propio o tontamente ingenuos. La infancia espiritual de la que tan bien hablan algunos santos es otra cosa. Es esa pureza de corazón que sólo da el amar mucho, el entregarse sin límites, el confiar a toda costa, el abrir de par en par las puertas del alma. Si Dios, que es grande, se hace niño… ¿tanto nos costará a los humanos apearnos un poco del orgullo y ser humildes?


Desde la humildad veremos la grandeza de lo pequeño y lo sencillo, lo puro y lo transparente. Apenas demos los primeros pasos experimentaremos bendiciones. Porque Dios siempre está aguardando para salir a nuestro camino y colmarnos de bienes.  

14 de diciembre de 2013

El Señor mantiene su fidelidad

Salmo 145

Ven, Señor, a salvarnos
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Salmo de súplica y alabanza a la vez, este cántico nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.

Para muchos descreídos, no es más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la fe un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Pero la fe no es una pastilla, un consuelo o una certeza barata. En la Biblia, la fe es, antes que nada, la fidelidad de Dios. ¿Por qué el hombre puede confiar? Porque Dios es fiel y no falla. A partir de aquí, el hombre puede responder o no a esa lealtad divina, depositando en Dios su confianza. La fe, por tanto, no es un antídoto contra la inseguridad, sino el don de un encuentro. Es llamada por parte de Dios y respuesta por parte del ser humano.

Este encuentro es profundamente gozoso y liberador. Para expresar una vivencia espiritual así hay que recurrir a la poesía, pues el lenguaje racional es insuficiente. Los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias místicas de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, salva.

¿De qué salva? En el fondo, todas las esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias de la falta de amor o de una desorientación de este. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad del egoísmo, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Pero Dios, que no nos deja abandonados al azar, tampoco se resigna a vernos sufrir el cautiverio y siempre tiende una mano para salvarnos. Dios guarda a los peregrinos que somos todos en el camino de la vida.

Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué mies vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón? Adviento es una buena época para reflexionar sobre esto.

7 de diciembre de 2013

Cantad al Señor un cántico nuevo

Salmo 97

Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.


Los versos de este salmo desprenden un halo épico: se aclama a Dios como a un guerrero victorioso, un rey que ha triunfado. Pero… ¿en qué consiste su victoria? ¿Cuáles han sido sus hazañas?

Vemos que Dios triunfa, no porque haya vencido una guerra, sino porque “ha hecho maravillas”. Su victoria no es haber derrotado a un enemigo, sino “revelar a las naciones su justicia”. Y esta justicia no es castigo ni poder, sino “misericordia y fidelidad”.

La misericordia y fidelidad, que comienzan centrándose en “la casa de Israel”, en el pueblo elegido, terminan extendiéndose a todo el mundo. La tierra entera contemplará la justicia de Dios: no habrá pueblo que no reciba la bendición de su misericordia. En otras palabras, toda persona, hija de Israel o no, será receptora del amor de Dios.

Por eso el anuncio es alegre y se extiende: “Aclama al Señor, tierra entera”. Y la alegría es plena y desbordante. No se trata de mera conformidad, aquí hay pasión, hay verdadero gozo: “gritad, vitoread, tocad”. El amor de Dios no es cosa baladí, su justicia no es algo que nos deje indiferente. ¿Se queda fría la amada tras un abrazo fogoso del amante? No, rebosa felicidad, se estremece de alegría, su corazón canta.

Ojalá toda persona pudiera experimentar en sí misma el amor de Dios. Este tiempo de Adviento nos invita. El Señor está cerca… ¡acerquémonos a él! Dejémonos encontrar, como dice el Papa en su exhortación Evangelii Gaudium. Recobremos el júbilo del encuentro,  el fuego del primer enamoramiento. Sí, enamorémonos de Dios. Él está loco de amor por nosotros… ¿tan duro tenemos el corazón, que no sabremos corresponderle?


Dejémonos atrapar por su amor. Busquemos un tiempo de silencio en soledad, cada día, para ponernos bajo su mirada y dejarnos bañar por su ternura fiel, constante, imperecedera. Colmarnos de ella será lo único que nos dé auténtica alegría, y paz.

Piedad, oh Dios, hemos pecado