10 de julio de 2015

Muéstranos tu misericordia...

Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Voy a escuchar lo que dice el Señor; “Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos”.
La salvación está cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra.
La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo.
El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos.


Las palabras justicia y misericordia, junto con salvación y fidelidad, son cuatro conceptos que se repiten, una y otra vez, en los salmos. Podríamos decir que son valores fundamentales del pueblo judío. Pero podemos hacerlos extensivos a toda la humanidad.

Para el hombre autosuficiente que entiende la libertad como independencia y autonomía total, de lo divino y lo humano, quizás estas palabras resulten incómodas y le chirríen. Misericordia suena a compasión. ¿De qué tiene Dios que compadecernos? ¿No es una forma de hacer que nos sintamos  inferiores y desvalidos para, subliminalmente, dominarnos? La justicia es una palabra talismán, hoy y en todos los tiempos, pero su significado varía según las épocas y contextos, y uno se pregunta si no estará en boca de todos porque precisamente es algo que falta, y mucho, en el mundo. Salvación: otro concepto del que queremos desprendernos. El hombre ya puede salvarse a sí mismo, ¿por qué necesita ser salvado por Dios, o por alguien que venga en su nombre? Y salvado, ¿de qué? En cuanto a la fidelidad… ¡qué mal se entiende! Si hasta parece que hoy lo que se valora y se aplaude es justamente lo contrario. Aunque, en el fondo de nuestro corazón, todos ansiamos que nuestros amigos y seres queridos nos sean fieles… y quizás no lo sabemos, pero tenemos verdadera hambre de ser fieles nosotros también.

Es importante que entendamos en profundidad estos cuatro conceptos para evitar caer en malinterpretaciones desconfiadas o en distorsiones de la fe.

Los salmos, como tantos otros escritos sagrados, se pueden entender si se leen en su contexto, conociendo y penetrando en la intención del que escribía. La clave para interpretarlos es simple y grande: el amor de Dios. Dios nos ama. Dios es cercano y se enternece mirándonos: esta es la misericordia, afecto entrañable de madre. Fidelidad es una cualidad inseparable del amor: el auténtico amor es para siempre, no falla. Cuando la misericordia y la fidelidad se encuentran, dice el salmo, brotan la paz y la justicia. ¡Y no al revés! Qué lección para tantas personas e instituciones que nos inquietamos por la paz en el mundo y la justicia social. Pensamos que una vez se instauren unas estructuras sociales justas y se legisle la paz, entonces la gente podrá crecer, amar y desarrollarse. Y es justamente lo contrario: sin amor, sin misericordia, sin una pasión profunda y firme por el ser humano, ni la paz ni la justicia, ni una economía solidaria, ni unos gobiernos responsables, nada de esto será posible. El amor siempre es lo primero.

Salvación es una palabra muy rica que no quiere decir mero rescate. Salvación, en hebreo shalom, abarca muchas ideas: paz, alegría, salud, prosperidad. Un mundo salvado será, entonces, aquel donde las gentes vivan pacíficamente, prosperen, dispongan de todos los recursos que necesitan para tener una vida digna y abundante, donde haya alegría y creatividad, donde las personas se amen y se busque el bien de los demás. ¿Utópico? Tal vez, pero también posible. Allí donde la gente se ama, esta utopía ya es una realidad. Miles de pequeños cielos se esparcen por el mundo, quizás de forma muy discreta, escondidos, poco conocidos… Pero ahí están. Donde se deja que Dios reine, donde el hombre es “amigo de Dios”, allí hay paz y alegría. Allí la humanidad está salvada.

3 de julio de 2015

A ti levanto mis ojos

Salmo 122

Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia.

A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores.

Como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia.

Misericordia, Señor, misericordia, que estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos.

Hay una canción tradicional de nuestra liturgia que canta los versos de este salmo, tomando como estribillo el primero: «A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. A ti levanto mis ojos porque espero tu misericordia».

Es una canción de súplica, que brota de labios del hombre cansado, abatido, esclavizado. El salmo repite la palabra “esclavo”, y en él se da un movimiento ascendente. Desde la profundidad del abismo, cuando el hombre ha tocado fondo y ya no puede descender más, entonces es cuando lo único que le queda es alzar los ojos al cielo.

Clavamos los ojos en el cielo porque esperamos auxilio y compasión. Lo peor que puede sucedernos no es vivir abrumados por los problemas, sino sentirnos solos. La soledad, el sentimiento de desamparo, es la que nos impulsa a pedir ayuda. Y cuando parece que el mundo no responde, solo nos queda volvernos a Dios.

Decía un sabio: «Cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo». Es en esos momentos de soledad y miseria cuando podemos acercarnos más que nunca al que nos ama y no nos abandona jamás. Para muchos, las tribulaciones son motivo para perder la fe. Para otros, en cambio, el sufrimiento es un camino que los acerca a Dios.

¿Por qué es así? Quienes se alejan de Dios por el dolor acaso piensan que Él es culpable de todo cuanto les sucede, como si fuera un señor tiránico que juega con sus criaturas a su capricho. O piensan que Dios está lejos y es indiferente a sus dificultades. O bien, como tantas personas, deciden que Dios no existe y no vale la pena pensar en él. El hombre es arrojado a su destino, por el azar o la necesidad, y debe afrontar solo su tragedia existencial.

En cambio, quienes se acercan a Dios a través del dolor lo hacen a través de la humildad. Han comprendido que el hombre no es todopoderoso, pero sí libre, y que el mal a veces es consecuencia de sus decisiones. No culpan a Dios, asumen su parte de responsabilidad y sufren las consecuencias de sus fallos. Pero reconocer esta fragilidad no los lleva a la desesperación. Como San Pablo, descubren que en su debilidad está su fuerza porque cuentan con una ayuda, un apoyo extraordinario que supera toda flaqueza humana. Cuando parece que no pueden más, reciben una fuerza interior enorme que les hace sonreír ante la tormenta y tomar las riendas para seguir caminando.  «Todo lo puedo en Aquel que me conforta», decía San Pablo. En él, lo podemos todo.

El salmo habla también del desprecio y el sarcasmo de los orgullosos, de los autosuficientes que, en su riqueza, se burlan del pobre y del débil. Podemos leer estos versos en un plano social y material: los ricos se regodean en su fortuna y desprecian a los pobres. Pero también en un plano espiritual: el hombre que cree no necesitar a Dios es arrogante y desprecia a quien se siente débil y busca ayuda. La autosuficiencia espiritual es fruto del orgullo, del creerse superior, del creerse un dios. Quizás mientras las cosas le van bien podrá envanecerse en su pedestal; el día que la vida lo someta a pruebas, tal vez comprenderá mejor a los que sufren y verá la necesidad de elevar los ojos al cielo. 

Piedad, oh Dios, hemos pecado