18 de marzo de 2016

Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Salmo 21

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere.»

Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel.

Clavado en la cruz, Jesús recitó las palabras de este salmo, palabras del hombre sufriente, acosado y golpeado por sus enemigos. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Es el clamor de muchas personas que sufren hoy; es quizás también nuestro clamor cuando las dificultades nos aprietan y no vemos una salida. Sentirse abandonado por Dios es la soledad más profunda, más hiriente y completa. Jesús, tan humano como nosotros, no fue ajeno a este dolor. Un dolor que va más allá de lo físico y lo emocional. Es el sufrimiento espiritual, el zarpazo del abismo, la amenaza del vacío.

Después de su entrada triunfal en Jerusalén, Jesús parece abatido y vencido. Su misión termina en una aparente derrota. Los versos del salmo reproducen cuanto le sucede: lo cercan, lo arrestan, le taladran pies y manos, se reparten su ropa. No solo lo atacan, sino que lo despojan de todo cuanto tiene y de su dignidad. La burla y el reparto de ropas expresan muy bien esa crueldad absurda que se mofa del vencido, que se ensaña sobre el hombre caído. 

Y, sin embargo, el salmo acaba con una alabanza a Dios. ¿Cómo es posible?

Jesús también venció esa última estocada del mal: la tentación de desesperarse, de dejar de creer. En la misma cruz, su súplica angustiada con las palabras del Salmo es al mismo tiempo señal de que sigue confiando en su Padre. ¿Cómo podría clamar a Él, si no creyera que le escucha? Ese grito lanzado al cielo es su última oración.

Cuando somos capaces de confiar en Dios hasta el extremo, hasta las circunstancias más difíciles y penosas, entenderemos estos versos dramáticos y las palabras de Jesús, muriendo en cruz. Entenderemos que hemos de pasar por una muerte para resucitar. Esa muerte se traducirá en cambios profundos en nuestra vida, incluso cambios en nuestra forma de ser y de pensar. Mantener la fe a toda prueba nos templa como el fuego. Y nos hace personas nuevas, más libres, más vivas. Resucitadas.

Estos días de Semana Santa nos invitan a descubrir el sentido oculto del dolor y a buscar la curación de toda herida humana, corporal y espiritual. Encontraremos la respuesta en el amor y en la entrega sin límites, un amor como sólo Dios puede darnos. El amor que nos mostró Jesús.  

11 de marzo de 2016

El Señor ha estado grande con nosotros...

Salmo 125

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.


Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.
Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

La liturgia contempla la lectura de este salmo en más de una ocasión. Lo leemos durante el tiempo ordinario, como cántico agradecido por los dones de Dios. Lo volvimos a leer en tiempos de Adviento, como himno de espera regocijada. Y lo leemos ahora, en Cuaresma, cuando nuestra espera es aún más gozosa, si cabe. En Adviento esperábamos el nacimiento, el Dios hecho hombre que venía a habitar entre nosotros. En Cuaresma esperamos la Pascua: el milagro del Hijo de Dios resucitado que nos abre las puertas del cielo.

Son los dos momentos cumbre en esta larga historia de amor entre Dios y la humanidad: en Navidad, Él desciende a la tierra, acampa entre nosotros, se hace humano. En la Pascua desciende más aún, hasta la muerte, y vuelve a ascender en la resurrección. En ambos momentos la humanidad es elevada, dignificada y empapada del amor divino.

Los salmos, aún escritos en el Antiguo Testamento, ya nos hablan de esta humanidad transformada por el amor y la misericordia. De la misma manera que el agua hace fértil la tierra y la cosecha compensa con creces los esfuerzos del labrado y la siembra, también la generosidad de Dios transforma nuestra vida y premia a aquellos que confían en Él.

Las imágenes del desierto que florece y de los campos de mieses en plena cosecha son preludios simbólicos de una resurrección. Después de nuestra muerte experimentaremos ese nacimiento a otra vida que no podemos imaginar… Pero ya antes, en nuestra vida terrena, podemos experimentar muchas pequeñas muertes y muchos renacimientos cada vez que nos dejamos tocar por la misericordia de Dios. Cada vez que abrimos el corazón a su bondad él enviará su lluvia y regará nuestro yermo interior y hará brotar algo nuevo. 

4 de marzo de 2016

Gustad y ved qué bueno es el Señor

Salmo 33

Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloria en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.

Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias.

 Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias.

El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él.

La estrofa de este salmo que repetimos, cantando, es de una belleza fresca y sorprendente. Gustad y ved. No nos habla de fe ciega, de conocimiento o de razonamientos. La bondad del Señor no solo se sabe o se cree, sino que se gusta, se saborea, se palpa, se ve. La experiencia de Dios no se limita a nuestra mente, sino que rebasa el campo del pensamiento y empapa toda nuestra existencia. Dios nos habla a través del corazón y de los sentidos. Y su sabor es bueno. Su experiencia es dulce y vivificante. No nos adormece, sino que nos despierta y nos fortalece.

Quien experimenta a Dios en su vida rebosa, y no puede menos que prorrumpir en alabanzas. Irradia ese amor que lo llena. El contacto con Dios libera de temores, miedos, angustias. No sólo las aparta de nosotros: nos libera.

En el salmo también podemos ver esa  cercanía de Dios: un Dios al que podemos hablar y que nos responde. Lejos de él esas concepciones de una divinidad distante, impersonal, neutra y alejada de los asuntos humanos. El Dios de Israel, el que transmiten los salmos, el Dios de nuestra fe cristiana, es personal, próximo, dialogante. Nos escucha y nos atiende. Nada de lo que es humano le resulta indiferente. “Ni un solo cabello de vuestra cabeza caerá sin que lo sepa”, dice Jesús. Por eso, los creyentes tenemos motivos sobrados para la alegría, para el ánimo y el coraje. Tenemos motivos para “quedar radiantes” y no avergonzarnos jamás de nuestra fe.

Hoy celebramos el cuarto domingo de Cuaresma, aquel que se denomina Laetare: domingo de fiesta exultante, que nos invita a vivir contentos. Todas las lecturas nos hablan del amor desbordante de Dios: esa es la fuente de nuestro gozo.