27 de mayo de 2016

Eres príncipe desde el día de tu nacimiento

Salmo109

Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec

Oráculo del Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies.» 
Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro: somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora.» 

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.»


Este salmo, que parece dirigido a un rey o a un sacerdote, hay que leerlo a la luz de una convicción que fue creciendo en la comunidad del antiguo Israel, hasta permear toda su existencia: la firme consciencia de ser una comunidad santa, donde cada uno de sus miembros es sacerdote, hombre llamado y elegido por Dios. (Éxodo 19, 6 y Deuteronomio 4, 20)

San Pedro recoge esta idea cuando dice que los cristianos somos «linaje escogido, pueblo de sacerdotes y reyes, nación santa» (1 Pe 2, 9). No es un sacerdocio establecido por los hombres, sino otorgado por Dios. Cada uno de nosotros está llamado por Dios. Cada uno es predilecto, escogido y amado por él. Los bautizados, por el hecho de serlo, estamos consagrados a él. Este es el sentido del sacerdocio que compartimos todos los cristianos. Participamos de la  divinidad porque Dios nos quiere hacer hijos suyos.

Con esta convicción se supera el dualismo o separación entre vida cotidiana y liturgia. Para el buen israelita, toda la vida es una liturgia. Para el cristiano, toda la vida es una ofrenda a Dios. No debería haber divorcio alguno entre nuestra creencia religiosa y los restantes aspectos de nuestra cotidianeidad. Estamos llamados a vivir la unidad de vida y a convertir cada uno de nuestros días en una eucaristía, una acción de gracias, una celebración agradecida por el don de existir y ser amados.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento… yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora». Ante Dios, todos somos príncipes engendrados desde antes que existiera el tiempo. Estos versos recogen esta certeza: la de sentirse amado profundamente, por un Amor tan grande que es el que nos ha dado la existencia y nos sostiene en ella. El soplo de Dios anima nuestra carne y nos da el oxígeno y la vida a cada momento. Y como Dios es eterno, su amor también lo es. Por eso la consagración a él es igualmente eterna. 

20 de mayo de 2016

¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?

Salmo 8

Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos; la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él; el ser humano, para darle poder?

Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos.

Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar, que trazan sendas por el mar.


Este salmo refleja de manera poética y clarísima uno de los núcleos de nuestra fe cristiana. Si Dios es Creador y está por encima de su creación, el hombre es el centro de esta. El universo como jardín donde crece el ser humano es una idea que se plasma en el Génesis y recorre todas las sagradas escrituras. La creación es hermosa, pero el hombre aún lo es más. A imagen y semejanza de su Creador, es «coronado de gloria y dignidad», apenas inferior a los ángeles. Es la criatura predilecta, y el mundo se le somete: «le diste el mando», le diste poder.

De esta convicción nace el humanismo y de aquí también surgen las nociones  de desarrollo y de ciencia, como formas de dominio de la naturaleza. Nuestra cultura occidental, con sus logros y sus errores, se fundamenta en esta creencia.

Pero en los últimos siglos hemos visto cómo el centralismo del hombre y su poder sobre el mundo lo han llevado a cometer toda clase de excesos y dislates. Las guerras y los abusos contra el medio ambiente demuestran que el ser humano no siempre ha sabido utilizar bien ese poder tan grande que le ha sido dado. La corriente de pensamiento ecologista, unida a otros movimientos filosóficos y políticos de hoy, arremete contra esta idea de la centralidad del hombre y rechaza su preeminencia sobre la Creación. La Tierra, como ente vivo, gana protagonismo y llega a convertirse, no sólo en el elemento central de la fe ecologista, sino en la misma divinidad.

La fe cristiana puede arrojar luz en esta disyuntiva: ¿el hombre o la tierra? ¿El progreso humano o el planeta? El dilema no debería ser tal. Cuando el hombre esté bien, en armonía consigo mismo, con sus semejantes y con Dios, respetará el medio en que vive y sabrá valorar y cuidar de la naturaleza que le alimenta y le proporciona un espacio donde vivir y gozar. Como señala el Papa Benedicto en su encíclica Caritas in Veritate, «es necesario que exista una especie de ecología del hombre bien entendida. Cuando se respeta la “ecología humana” también la ecología ambiental se beneficia». Y también afirma: «Es contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más importante que la persona humana misma. Esta postura conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista». «El creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades. Si se desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza  como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella» (Caritas in Veritate, cap. 48).

Si deseamos proteger el medio ambiente, cuidemos de la dignidad del hombre. Si queremos que la “casa” esté limpia, hermosa y bien cuidada, preocupémonos antes por sus habitantes. Entonces, como afirma el Papa Francisco, ese poder sobre el mundo se convertirá en cuidado responsable, en custodia, en protección y desvelo para conservar el equilibrio de este planeta asombroso que Dios nos ha dado como hogar.

5 de mayo de 2016

Dios asciende entre aclamaciones

Salmo 46

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad.

Porque Dios es el rey del mundo; tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.


El salmo de hoy acompaña las lecturas de la Ascensión de Jesús como una sinfonía triunfal y exultante. Es un salmo con tintes épicos, teñido también de gozo. Sus versos desprenden luz y alegría: la exaltación de ánimo de aquel que “ve”, reconoce y aclama la grandeza de Dios.

Qué fácil es admirarse ante la belleza del mundo, ante la grandiosidad de un paisaje o ante las maravillas del universo. Para muchos, agnósticos o escépticos, todo es fruto del azar. La realidad puede ser hermosa o terrible, pero siempre es desconcertante y desborda la capacidad de comprensión. Los interrogantes no hallan respuesta. Ante la falta de una explicación que dé sentido a todo cuanto existe, el corazón enmudece.

Pero quien sabe ver detrás de toda esta belleza la mano de un Dios Creador prorrumpe en exclamaciones como las de este salmo. La música es el mejor vehículo para transmitir lo que parece inefable: “batid palmas, tocad, tocad para nuestro rey”. La admiración y la alabanza impulsan la creatividad humana. El hombre se anima a imitar a Dios entonando un cántico, plasmando una imagen, modelando una escultura o danzando con su cuerpo. Toda manifestación de arte, en cierto modo, es un destello de la divinidad que alienta en cada ser humano.

Aún hay más. El salmo llama a Dios “rey”. El pueblo judío vivió muchos años sin monarquía y sus profetas se resistían al yugo de los reyes. En su fe, únicamente Dios merece el título y el honor de un soberano. Así ha sido también para los santos, que no han postrado su rodilla ante ningún poder temporal, solo ante Dios. Esta convicción tiene consecuencias profundas. Adorar solo a Dios, que es amor y que desea nuestra plenitud, significa liberarse de muchos temores, condicionantes y “respetos humanos”, que a menudo nos esclavizan y empequeñecen nuestro espíritu. Adorar solo a Dios supone descartar los ídolos, ¡y nos rodean tantos! Las monarquías y los poderes terrenales suelen someter a las personas; debemos “amoldarnos” para encajar en una sociedad y ser aceptados y aplaudidos. Hemos de plegarnos a un pensamiento modelado para uniformizarnos, a unas ideas que nos engañan y, lejos de construirnos, nos esclavizan. O bien hemos de someternos a unas leyes disfrazadas de justicia porque así lo han decretado quienes detentan el poder. Quizás para algunos, que adoptan el pensamiento freudiano, “matar a Dios” signifique la liberación del hombre. Tal vez se han forjado una imagen muy errada de Dios, y olvidan que cuando Dios es apartado del mundo y el ser humano ocupa el lugar divino comienza una esclavitud terrible y a menudo arbitraria. El gran tirano del hombre es el mismo hombre. En cambio, cuando Dios es rey, el hombre alcanza su libertad.