27 de agosto de 2016

Preparaste casa para los pobres

Salmo 67

Preparaste, oh Dios, casa para los pobres.

Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría. Cantad a Dios, tocad en su honor; su nombre es el Señor. 


Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece.


Derramaste en tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa, aliviaste la tierra extenuada; y tu rebaño habitó en la tierra que tu bondad, oh Dios, preparó para los pobres.



Los versos que cantamos de este salmo forman parte de un gran himno triunfal, que posiblemente se cantaba cuando el pueblo iba en procesión siguiendo al arca de la alianza.

Cantad, tocad en su honor, dice el salmo. Podemos imaginar a una gran multitud en fiesta, alegre, entonando el cántico a su Dios. Este cantar es un clamor agradecido. ¿Por qué?

El salmo repasa los favores que el pueblo ha recibido de Dios. Ha enviado lluvia, ha bendecido la tierra con cosecha y rebaño. Ha dado a los desvalidos casa y a los cautivos libertad. Ha protegido a los pobres. Israel recuerda momentos difíciles de su historia, de los que siempre ha salido bien librado. Y en ello ve la mano poderosa de Dios, que los protege. Este es el cántico de un pueblo que pudo ser destruido y barrido de la historia y, sin embargo, ha sobrevivido. Eran pobres, cautivos, derrotados, pero Dios se ha compadecido y los ha rescatado de la pobreza, la destrucción y la muerte.

Igualmente nosotros, hoy, podemos elevar nuestro cántico de acción de gracias a Dios. Todos tenemos problemas, todos hemos de abordar horas amargas de dolor, sufrimiento y dudas. Quizás conocemos la pobreza, la soledad de la viuda, la esclavitud de un trabajo, de unas deudas, de una situación que nos supera o de un conflicto que no sabemos bien cómo resolver… Si confiamos en Dios, si somos honrados y valientes, saldremos del apuro. Todos, cada día, tenemos mil motivos para dar gracias a Dios. Quien confía en su Providencia no sale defraudado.

Algunos maestros espirituales nos dicen que la gratitud es la mejor actitud para encontrar la paz interior y producir cambios en nuestra vida. ¡Cuán cierto es! Esta es la sabiduría de la Biblia, antigua y siempre nueva, que nos invita a vivir cada día con intensidad y sentido. El fin de nuestra vida, decía San Ignacio en sus ejercicios espirituales, es alabar y dar gracias a Dios. ¡Qué hermoso meditar en esto! Porque quien vive para dar gloria al Creador es aquel que realmente aprende a sobrellevar las dificultades y se empeña, pese a todo, en florecer y dar lo mejor de sí. Lo hace, no tanto por su propio esfuerzo, sino dejándose amar y llenar de los bienes que Dios, generosamente, quiere darnos. A veces lo único que nos falta es dejarnos amar más por él. Como decía Martín Descalzo, ¡no acabamos de creernos lo bueno que es Dios! Mucho más, aún más, de lo que alcancemos a imaginar…


13 de agosto de 2016

El Señor me levantó de la fosa

Salmo 39

R/.
 Señor, date prisa en socorrerme.

Yo esperaba con ansia al Señor; 
él se inclinó y escuchó mi grito. R/. 

Me levantó de la fosa fatal, 
de la charca fangosa; 
afianzó mis pies sobre roca, 
y aseguró mis pasos. R/. 

Me puso en la boca un cántico nuevo, 
un himno a nuestro Dios. 
Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos 
y confiaron en el Señor. R/. 

Yo soy pobre y desgraciado, 
pero el Señor se cuida de mí; 
tú eres mi auxilio y mi liberación: 
Dios mío, no tardes. R/.

Cuando nos encontramos en situaciones duras, hundidos en ese pozo fangoso como dice el salmo, enredados en mil problemas y con difícil solución, tenemos varias opciones. Una es dejarnos llevar por el desánimo, convertirnos en víctimas e ir llorando y lamentándonos por nuestra mala suerte. Es entonces cuando renunciamos a nuestra responsabilidad, a nuestro poder y capacidad personal de salir adelante. Preferimos  despertar la compasión de los demás y esperamos que alguien resuelva nuestros problemas.

Otra opción es buscar el remedio por nosotros mismos. Sacamos fuerzas de flaqueza y asumimos que nadie nos va a ayudar: ha de ser uno mismo quien salga del hoyo y tire adelante. Esta opción está llena de coraje y tiene mérito: son muchas las personas que luchan en solitario y de forma admirable a veces logran sus propósitos. Otras veces gastan su vida peleando contra la adversidad, o persiguiendo sus metas. El problema es que la soledad no siempre es buena compañera. En momentos de debilidad o cuando las fuerzas fallan, el héroe solitario puede abatirse y caer en la desesperación. O puede correr el riesgo de aislarse y distanciarse de los demás,  chocando continuamente con ellos. El ser humano no está hecho para vivir solo. Las grandes obras casi nunca son hazaña de uno solo, sino fruto de la cooperación de un equipo.

El salmista nos habla de una tercera opción. Cuando parece que todos fallan y que uno mismo carece de las fuerzas necesarias, aún nos queda contar con Dios. Cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo,  reza un dicho que se ha popularizado en los últimos tiempos.

Sí: Dios es el amigo que no falla, el compañero que te tiende una mano cuando la necesitas. Dios es el padre y la madre que jamás olvidan a sus hijos. ¿Cómo podría ser de otra manera? Por eso invocar a Dios no defrauda. Cuando todos nuestros recursos humanos fallan, sólo él nos puede sacar de la fosa y devolvernos la alegría de vivir.

Desde el ateísmo se puede objetar que este Dios es un invento para consolar a las personas débiles o desesperadas, o para manipularlas, ya que las hace impotentes y desvalidas ante un ente poderoso. Esta postura nos deja huérfanos existencialmente, ya que no hay filosofía que dé una respuesta al misterio del dolor y del mal en el mundo. Si no ciframos nuestra esperanza en Dios, la vida se convierte en una casualidad efímera y absurda.

Desde las modernas corrientes de autoayuda se puede replicar que uno mismo tiene la capacidad de socorrerse, todo está dentro de nosotros y no tenemos necesidad de recurrir a una ayuda externa. Dios, de alguna manera, es nuestra fuerza interior. Esta postura endiosa al ser humano y parece que lo dignifica y lo libera de toda influencia manipuladora. Pero corre el riesgo de potenciar el individualismo y el aislamiento de la persona en su mundo y en sus criterios, sin contar con los demás. La realidad, por otra parte, nos demuestra que no somos dioses ni somos omnipotentes, aunque tengamos muchas capacidades. Siempre hay situaciones que nos sobrepasan y ante las que no siempre tenemos respuesta.

Confiar en Dios no nos hace impotentes ni nos somete a una esclavitud moral. Sentirnos pobres en sus manos no nos empequeñece ni nos quita la dignidad. Al contrario, nos hace sentir amados, cuidados, elegidos. Como a un niño confiado en brazos de su madre, la presencia de Dios nos da fuerzas y nos libera del miedo y del desánimo.  Y hemos de pensar una cosa: Dios nunca actúa con varita mágica. Dios se vale de la naturaleza, de las otras personas, de las circunstancias y de los lugares, para actuar en nuestra vida. La ayuda de Dios llegará, como leemos en el profeta Jeremías, de parte de manos amigas, voces amigas, presencias humanas que, con su apoyo, nos mostrarán que Dios está cerca, nos socorre y nos ama.

6 de agosto de 2016

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles

Salmo 32

R/.
 Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad

Aclamad, justos, al Señor, 
que merece la alabanza de los buenos. 
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, 
el pueblo que él se escogió como heredad. R/. 

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, 
en los que esperan en su misericordia, 
para librar sus vidas de la muerte 
y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.

Nosotros aguardamos al Señor: 
él es nuestro auxilio y escudo; 
que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, 
como lo esperamos de ti. R/.

En el evangelio de este domingo (19º ordinario), Jesús dice que allí donde está nuestro tesoro está nuestro corazón. Es una frase rotunda que, por muy oída, quizás no acabamos de comprender en todo su alcance.

¿Dónde está nuestro tesoro? ¿En qué fundamentamos nuestra vida? ¿En quién ponemos nuestra confianza? ¿Qué meta perseguimos?

La heredad que esperamos ¿cuál es? Para muchos pueblos y culturas de la antigüedad la heredad fue el poder, la hegemonía sobre un territorio, el oro y las riquezas, el dominio sobre otras naciones. Hoy, miles de años después, el afán de poseer y dominar sigue moviendo la política del mundo.

Israel se desmarca. Es un pueblo pequeño, errante y perseguido… como lo son los cristianos, hoy, en muchos lugares. Pero no ambiciona lo mismo que ambicionan otros pueblos. Su heredad es el Señor. Y el Señor no es una fantasía. El Señor es un padre amoroso cuyos ojos no dejan de posarse sobre sus hijos. El Señor es el Dios de la vida, que puede «librarlos de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre».

La fe de Israel no nació sólo de un deseo. Nació de la experiencia cotidiana de sentir que hay alguien más grande que todos los reyes y conquistadores del mundo. Y ese alguien no sólo es un Dios todopoderoso que está en los cielos. Ese Dios baja a la tierra, camina con los hombres e interviene en sus vidas. Si le dejamos, si esperamos en él, si le invitamos, Dios acude. Como una madre no posesiva, que ama a sus hijos pero los deja en libertad, no deja de correr a ayudarlos si ellos la necesitan y la llaman. Entonces se convierte en «nuestro auxilio y nuestro escudo». Y su misericordia ―su amor entrañable― se vierte sobre nosotros.

Pero ¿es que Dios no es padre de todos? Su mirada, ¿no se posa sobre toda criatura, sobre todo ser humano, sea creyente o no? ¡Claro que sí! Pero es muy distinto ser mirado por Dios y no saberlo, o no creer en su bondad, que devolverle la mirada. El encuentro con la divinidad se da cuando el hombre, a su vez, vuelve los ojos al cielo. Mientras somos mortales no podemos ver a Dios con los ojos físicos, pero sí con los del alma. Son los ojos de la fe.

Cuando se cruzan las miradas, la de Dios y la humana, se produce el milagro. Es como el chispazo de un enamoramiento. Es el inicio de una relación llamada a no romperse jamás. Una mirada. Una llamada, una respuesta. Es así como empiezan las historias de amor de Dios con tantos santos. Es así como se inició nuestro romance con el Creador… Y si todavía no se ha iniciado, quizás sea el momento de girar la mirada hacia lo profundo. Con humildad y confianza. En el momento en que nos sentimos mirados por Dios, ya nada volverá a ser igual.


Piedad, oh Dios, hemos pecado