24 de febrero de 2017

Descansa sólo en Dios, alma mía

Salmo 61

Descansa sólo en Dios, alma mía.

Sólo en Dios descansa mi alma,
porque de él viene mi salvación;
sólo él es mi roca y mi salvación,
mi alcázar: no vacilaré. R/.

Descansa sólo en Dios, alma mía,
porque él es mi esperanza;
sólo él es mi roca y mi salvación,
mi alcázar: no vacilaré. R/.

De Dios viene mi salvación y mi gloria,
él es mi roca firme, Dios es mi refugio.
Pueblo suyo, confiad en él
desahogad ante él vuestro corazón. R/.

Estamos muy cansados. No sólo de cuerpo, sino de alma. Sobre todo de alma. Nuestro espíritu anda inquieto, nuestra mente no para de dar vueltas, nuestras emociones están locas. Nos pesa el pasado, nos preocupa el futuro, nos abruman los problemas del presente. ¡La vida es dura! Los desafíos nos embisten como olas y aguantamos como podemos. A veces aguantamos mal. Y nos cansa tanto luchar…

No estamos hechos para estar solos. Contar con un esposo, una esposa, un amigo, un hermano o un consejero nos ayuda. Los demás son nuestro sostén y nuestra ayuda en el caminar por la vida. Si hay sintonía y comunión, los demás también pueden ser nuestro descanso. Pero a veces nuestra alma siente una angustia profunda que nadie puede calmar.

Sólo Dios puede. El salmo de hoy recoge el sentir de alguien ―podría ser cualquiera de nosotros― que vive cargado de problemas y a veces siente que le falla el suelo bajo los pies. Hay momentos en la vida en que nos encontramos bloqueados, atrapados, sin salida, y parece que nadie puede ayudarnos… ¿Qué hacer?

En esos momentos es importante hacer silencio. Rezar, confiar, aguantar. Y esperar. Porque mientras nosotros rezamos, o gritamos al cielo, o lloramos, alguien está escuchando. Dios escucha.

Y después responde. Quien se atreve a rezar confiado nunca regresa vacío. Esta es la experiencia del salmista: confiar a Dios nuestros problemas, nuestros atascos, nuestras angustias y temores, nunca queda sin respuesta. Sí, Dios responde.

Y Dios, como cantamos hoy, es una roca, un castillo, un refugio. Dios es la tabla de salvación y el alcázar fortificado que nos guarece. Dios es el regazo que acoge nuestros dolores, nuestras dudas, nuestros miedos. Y nos calma. Te amo, estoy contigo. No temas.

«Confiad en él y desahogad en él vuestro corazón». Qué hermoso consejo para seguir, hoy y todos los días de nuestra vida. Fíate de Dios: te sostendrá. Desahógate en él, sin miedo, y te devolverá el aliento y el oxígeno que necesitas para respirar.

Un último aviso. Este salmo nos invita a confiar, pero no a dormir. No justifica el quietismo. Justamente porque sabemos que somos escuchados y que Dios está con nosotros, ofreciéndonos su apoyo, por eso debemos seguir, caminando, con fe, sin desfallecer. La certeza de ser protegidos nos da alas.

17 de febrero de 2017

El Señor es compasivo y misericordioso

Salmo 102

El Señor es compasivo y misericordioso.

Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.

Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.

El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas.

Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles.


El primer gran tema que salta a la vista en este salmo es el perdón. ¡Qué difícil nos resulta perdonar, y cuán olvidado lo tenemos!  Incluso hay personas que se precian de perdonar a quienes les han causado un mal, “pero jamás de olvidar”, como si mantener esa revancha viva en el corazón fuera motivo de orgullo o de reafirmación.

El salmo, en primer lugar, nos habla del perdón de Dios. Un perdón sin límites, capaz de lavar y sanar toda culpa, toda herida emocional; capaz de borrar y saldar toda deuda. No sólo eso, sino que Dios, cuando perdona, lo hace con alegría y delicadeza: “te colma de gracia y ternura”. Quien experimenta el perdón de Dios y su compasión, siente esa calidez inmensa del abrazo comprensivo, amante, generoso. Quienes tienen una idea represiva de Dios, bien podrían leer y meditar estos versos. Lejos de ser un opresor, Él nos libera con su perdón y nos desata del peso de las culpas, que muchas veces cargamos nosotros mismos a nuestras espaldas.

En segundo lugar, nos habla de la justicia de Dios, que tan alejada está de nuestra mentalidad retributiva. “No nos trata como merecen nuestros pecados”. En nuestra cultura está muy arraigado el concepto de mérito, de “merecer”. Nos parece que, si alguien actúa mal, se merece una desgracia. Nos alegra que alguien se tope con la horma de su zapato, que las desgracias caigan sobre él. Le está bien, solemos decir, sin caer en la cuenta de que, al hablar así, nos estamos erigiendo en jueces y condenadores, como si fuéramos dioses y pudiéramos disponer del destino de las personas.

Y tal vez nuestros idolillos, nuestras falsas imágenes de Dios, sean así: vemos en ellas a una divinidad justiciera, vengadora, implacable. Pero nuestro Dios, el Dios de Israel y el Dios de Jesús, no es así. Nos puede sorprender y hasta indignar su gran bondad. Nos puede parecer excesiva y derrochona. ¿Por qué Dios no castiga a los malos? ¿Por qué tiene que perdonar tanto, por qué es “demasiado” bueno? ¿No es eso injusto?

El salmo, tan cercano al espíritu de Jesús, nos recuerda que Dios es como un padre tierno. Aún más, podríamos decir que es como una madre llena de amor por sus hijos. ¿Cómo va a rechazar a uno solo? ¿Dejará una madre de querer a un hijo, por malo que éste sea? Sufrirá por él, intentará ayudarle, rezará… pero nunca dejará de amarlo.

Si una madre humana puede amar así, ¿debería extrañarnos que Dios rebase la medida pequeña, mezquina y limitada de nuestro amor?

¡Menos mal que Dios es así! Ojalá podamos experimentar su amor y esto nos mueva a imitarle. 

Piedad, oh Dios, hemos pecado